Homilía en el día de San Juan de Ávila 2023

Publicado el 10/05/2023
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Queridos hermanos sacerdotes, personas consagradas, seminaristas, hermanos todos en el Señor: que Él nos llene el corazón de su Paz y le dejemos repartir su Bien con nuestras manos.

El Evangelio nos ha hablado sobre dos metáforas que identifican al discípulo: ser sal y ser luz. Así nos ha dicho Jesús. En una fiesta litúrgica como la de hoy, bien podemos decir que como la sal que da sabor a las cosas y las preserva, como luz sobre el candelero que alumbra nuestros pasos, esto son los santos en la historia cristiana.

Avanza imparable nuestro tiempo y vamos jalonando el calendario con las efemérides que nos convocan la memoria de Jesús, de María y de los santos. Es hermoso ver pasar estas convocatorias año tras año, sabedores que tenemos acumulados los doce meses transcurridos desde la última vez que este motivo nos reunió aquí en el Seminario. Se trata de una cita particularmente querida en torno a nuestro Patrono, San Juan de Ávila, que nos reúne en una jornada de oración, de convivencia y de fraterna gratitud.

Teniendo en ese santo sacerdote como patrono del clero español, nos asomamos con gozo agradecido a su sabiduría que representa para todos nosotros un acicate que nos invita a renovar nuestra entrega ministerial en la llamada recibida. En este sentido, los santos pastores representan para nosotros sacerdotes un reclamo de santidad desde la caridad pastoral a la que hemos sido vocacionalmente llamados. Ayer por la tarde hice un rato de oración en esta capilla mayor de nuestro Seminario. Emergían las primeras penumbras de la noche creando un aire de intimidad que se arropaba por un conmovedor silencio que propiciaba la escucha profunda de ese Dios que es la Palabra. La lámpara del Santísimo guiñaba su atención en su señal anunciadora de la Presencia discreta de Cristo resucitado en la santa Eucaristía. Nuestros mártires seminaristas velaban por todo lo que en esta capilla, en este Seminario, sus sucesores han vivido y soñado como seminaristas, formadores y profesores. Así fui recitando los salmos de las vísperas, al igual que San Juan de Ávila hacía en sus oratorios al caer de la tarde tras toda una jornada de acompañamiento espiritual y de predicación fervorosa. Son los momentos en los que, buscando la intimidad y el silencio, nos encontramos con Dios orando. No como una fuga de los hermanos fomentando una inhibidora aristocracia religiosa, sino como la condición necesaria para darnos a los demás sabiéndonos enviados por Otro, por el Señor de nuestras almas.

En su Tratado del amor de Dios (1.2.4. BAC. Madrid 2004), él hace una bella aportación: “la causa que más mueve el corazón al amor de Dios es considerar profundamente el amor que nos tuvo él… Más mueve el corazón a amar que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, le da algo de lo que tiene; pero el que ama se da a sí mismo con todo lo que tiene, sin que le quede nada por dar”. Esta es la sabiduría de los santos. No podemos amar a Dios sin tener la clara conciencia de su amor por nosotros, de lo que le hemos costado. De lo contrario corremos el riesgo de tener una idea de Dios como de alguien lejano que poco tiene que ver con nuestra vida concreta cotidiana tejida de cansancios, de dudas, de tropiezos, sin que esté excluido también el pecado. A esta vida así de concreta que tiene sus luces y sombras, sus gracias y pecados, sus pesadillas y ensueños, a esta vida le llega el abrazo de un Dios que me ha amado personalmente, con la edad de mis años y el domicilio de mi circunstancia.

Sólo quien se sabe así mirado y amado por Dios, puede decirle a él verdaderamente “te amo”. Y es lo que decía San Juan de Ávila, mientras añadía una nota de sabroso apunte pastoral: el que hace beneficios a los otros, sin duda que le algo de lo que tiene, pero el que ama, se lo da todo. Es decir, podríamos pensar que nuestra labor ministerial como sacerdotes consista en beneficiar puntualmente a las personas que se nos confían dedicándoles un tiempo, realizando una labor con ellos, incluso cuando celebramos la liturgia, celebramos los sacramentos o predicamos la Palabra. Pero todo sería darles un rato de nuestro tiempo, un perfil de nuestros talentos, algo de nuestra experiencia acumulada, pero reservándonos para nosotros mismos según nuestros intereses o nuestras ganas otros aspectos que no entregamos. Sería un amor parcial, cuantificado, según el horario pactado o la tarifa acordada. Son beneficios buenos, piadosos, pero con recorte en la entrega y caducidad en su horario: serían los beneficios de unos funcionarios, el quehacer de unos voluntarios fugaces, como nos recuerda el papa Francisco.

A lo que se nos llama no es a ser benefactores parciales, sino sacerdotes que aman por entero dándolo todo sin reservarse nada. Quien lo ha probado, quien lo ha vivido, lo sabe, y la paz y alegría de su ministerio lo avala como una gracia que nos permite crecer y nos hace sencillamente santos en la vocación recibida en la Iglesia desde la caridad pastoral. Esto nos enseñan los santos pastores y doctores como San Juan de Ávila.

Por eso repetía nuestro santo aquello de que “hemos de ser amigos de los amigos de Dios”. Algo que quiso subrayar el papa Benedicto XVI al describir la relación de San Juan de Ávila con otros santos contemporáneos:

“Juan de Ávila fue contemporáneo, amigo y consejero de grandes santos y uno de los maestros espirituales más prestigiosos y consultados de su tiempo.

San Ignacio de Loyola, que le tenía gran aprecio, deseó vivamente que entrara en la naciente Compañía de Jesús; no sucedió así, pero el Maestro orientó hacia ella una treintena de sus mejores discípulos. Juan Ciudad, después San Juan de Dios, fundador de la Orden Hospitalaria, se convirtió escuchando al Santo Maestro y desde entonces se acogió a su guía espiritual. El muy noble San Francisco de Borja, otro gran convertido por mediación del Padre Ávila, que llegó a ser Prepósito general de la Compañía de Jesús. Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, difundió en sus diócesis y por todo el Levante español su método catequístico. Otros conocidos suyos fueron San Pedro de Alcántara, provincial de los Franciscanos y reformador de la Orden; San Juan de Ribera, obispo de Badajoz, que le pidió predicadores para renovar su diócesis y, arzobispo de Valencia después, tenía en su biblioteca un manuscrito con 82 sermones suyos; Teresa de Jesús, hoy Doctora de la Iglesia, que padeció grandes trabajos hasta que pudo hacer llegar al Maestro el manuscrito de su Vida; San Juan de la Cruz, también Doctor de la Iglesia, que conectó con sus discípulos de Baeza y le facilitaron la reforma del Carmelo masculino; el Beato Bartolomé de los Mártires, que por amigos comunes conoció su vida y santidad y algunos más que reconocieron la autoridad moral y espiritual del Maestro” (Carta apostólica en el doctorado de San Juan de Ávila, 7 octubre 2012).

Amor de Dios más que nos beneficios, y ser amigos de los amigos de Dios. Dos bellas enseñanzas que hoy nos acerca la memoria de nuestro santo patrono del clero español. A él encomendamos a todos nuestros sacerdotes y seminaristas. Y con nuestro santo nos ponemos bajo el amparo de María, como también nos enseñó: “Que quererla bien y no imitarla, poco aprovecha. Imitémosla en la humildad y en las demás virtudes; porque ella es el dechado de quien hemos de sacarlas; y haciendo esto nos alcanzará gracia y después gloria”. Amén. Dios os bendiga.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Seminario Metropolitano
10 mayo de 2023

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