Homilía desde la Santa Cueva (Covadonga) 5º domingo de Cuaresma            

Publicado el 30/03/2020
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¡Qué actual resulta escuchar este Evangelio! Jesús que solloza hasta el llanto por la muerte de un amigo como era Lázaro. Tantas tardes transcurridas en aquel hogar junto a esos tres hermanos de Betania, con Marta, María y Lázaro, se agolpaban ahora en un mar amargo de lágrimas sinceras por la muerte imprevista del amigo. Así de real y de humano fue el corazón de Jesucristo, en cuyos pálpitos latía nada menos que el Corazón del Hijo de Dios.

La cuaresma de este año, con cuarentenas impuestas por una circunstancia con la que no contábamos, no es un paseo simplón y banal que hacemos los cristianos sin más. Estos domingos precedentes nos han salido al encuentro con un tema de fondo que llega hasta los adentros. El agua para mi sed con un Jesús sentado junto al brocal de mis preguntas, la luz para mis ojos al paso del Señor que se acerca por el camino de mis cegueras como el ciego de nacimiento, como veíamos los domingos pasados nos han acompañado para hablarnos de un Dios que sacia nuestra sed y que ilumina nuestras zonas apagadas. Este domingo se nos habla de la vida. La Pascua es la gracia de la vida, vida resucitada, pero sólo podremos acogerla si nos encontramos con quien ha vencido toda muerte, también la nuestra. Sin tomar conciencia de nuestra sed, sin poner nombre a nuestra oscuridad y a nuestras muertes, Dios no podrá regalarnos su agua, su luz y su vida. Porque no hay curación más imposible que la del enfermo que ignora su mal: su mez­quina actitud es su mismo desahucio. Como nos recuerda la primera lectura, Dios no se resigna a nuestra deriva mortecina: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel” (Ez 37, 12-13).

Tantas veces los hombres tenemos modos distintos de ver las cosas a como las contempla Dios. Efectivamente, vemos en la enfermedad y sobre todo en la muerte algo fatalmente irremediable, alto terriblemente indeseado. Jesús ve en la enfermedad de Lázaro algo que servirá para dar gloria a Dios (cf. Jn11,4). Como consideraba la ceguera del ciego de nacimiento: para que se manifiesten en él las obras de Dios (cf. Jn9,3). Como se dirá de la muerte con la que Pedro iba a dar gloria a Dios (cf. Jn21,19).

No es que Jesús no considere lo que los humanos tanto consideramos, sino que Él logra ver un más allá, un algo más a todos nuestros dramas y tragedias. Porque desde que Jesús vivió nuestra vida y existió en nuestra existencia, Él es el criterio para verlo y vivirlo todo. Lo que para los demás era la muerte de Lázaro, para Jesús era un sueño. Este era el diferente modo de ver las cosas: la muerte como terrible e inapelable desenlace o la muerte como sueño del que es posible despertar.

Me conmovió profundamente la oración que el jueves pasado realizó el Santo Padre en la Plaza de San Pedro. El papa Francisco nos mostró su rostro de padre que intenta abrazar con respeto nuestro momento de dolor. Una plaza vacía, una basílica sin gente, hacían de extraño escenario que chocaba con otros momentos en los que el calor de la muchedumbre congregada, nos llenaba de la alegría de sabernos un pueblo unido que vivía y compartía su fe y su esperanza. Pero la soledad confinada, el silencio enmudecido, la lluvia que ponía una nota de frío y melancolía, hacía que aquella oración sentida y llena de piedad ante un crucifijo milagroso, ante un icono de María, ante la misma Eucaristía, se tornase sin palabras en nuestra misma plegaria.

Las palabras del Santo Padre vale la pena que las volvamos a leer, a meditar para que nutra nuestra plegaria, para que seque nuestros llantos y para que vuelvan a encender en nuestros corazones la esperanza. Decía el papa Francisco lleno de conmoción ante ese evangelio que bien puede acompañar nuestro tiempo de perplejidad y temores:

«Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos.

Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” (v. 40)». Vale la pena releer este texto del papa Francisco por entero.

Estas son también las preguntas que nosotros nos hacemos. Los creyentes no somos de piedra, y podemos sufrir no sólo la preocupación, sino experimentar también una desazón que termina sumiéndonos en el miedo. Miedo por lo que está sucediendo ahora y por lo que luego vendrá cuando pase el huracán de este sunami y vemos cómo han quedado tantas cosas.

La vida duele, a todos nos duele, pero cuando se tiene fe y percibimos que Dios nos acompaña abrazando nuestras preguntas, secando nuestras lágrimas y encendiendo nuestra esperanza, entonces la vida, aunque siga doliéndonos, ya no nos destruye. Es lo que vemos en estos días por doquier a través de tantos ángeles que sin alas, sino con mascarillas y guantes, detrás de cada médico, de cada enfermera, de cada cajera de supermercado, detrás de cada policía, soldado y guardia civil, de cada conductor de ambulancia, detrás de cada sacerdote y religiosa, detrás de nuestra gente de cáritas…, detrás de cada padre y madre de familia, nos ayudan a mantener viva la llama de la fe y a poner en acto la creatividad del amor y la certeza de la esperanza.

Se nos invita a salir de nuestra zozobra, a superar nuestro sufrimiento, para abrirnos a la compañía del buen Dios, a la intercesión de María nuestra Santina que tanto sabe de reconquistas de lo mejor, para que la vida se siga escribiendo con un relato de confianza en medio de nuestros renglones torcidos por el miedo.

El Señor os guarde y os bendiga.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
29 marzo de 2020

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