Homilía del Domingo de Pentecostés          

Publicado el 31/05/2020
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Hemos hecho un camino durante los cincuenta días de Pascua. Al final de este itinerario los cristianos celebramos la fiesta de Pentecostés. El término “pascua” proviene del hebreo, y cuyo significado es “paso o trasiego”. El calendario cristiano tiene tres pascuas, que es como indicar que vale la pena detenerse ante ese triple paso de Dios que transita nuestras vidas: la pascua de natividad de Dios que nace, la pascua de resurrección Dios que renace y la pascua de pentecostés de Dios que alienta y sostiene nuestra esperanza.

Hoy la palabra de Dios nos acerca dos escenas bien distintas: una la de los discípulos “confinados” en el cenáculo por miedo a los judíos, como nos ha recordado el Evangelio. Otra, la plaza de Jerusalén atestada de gentes que venían del mundo entero conocido como si hubieran sido convocados allí para escuchar o recibir algo.

Son dos ámbitos que nos resultan familiares a nosotros en esta circunstancia que desde hace ya varios meses nos tiene recluidos en no pocos sentidos. El domingo pasado, Ascensión del Señor, se nos leyó esa otra escena que tenía sabor de reproche o advertencia, una bronca en toda regla, aunque fuera dicha por labios de ángeles: “varones galileos, ¿qué hacéis ahí parados mirando al cielo?” (Hch 1, 11). Y es que hay muchas maneras de mirar al cielo, incluso cuando se mira a lo alto piadosamente, porque puede darse que se embobe nuestra mirada, se nos arroben los ojos, para evadirnos del compromiso urgente que se nos reclama nubes abajo en nuestros valles de lágrimas. Aquellos discípulos se quedaron así, con un bloqueo total, mientras que el Maestro les había dejado como encargo y encomienda no que se quedaran mirando alelados al mundo celeste, sino que fueran hasta los confines de la tierra para anunciar la Buena Nueva.

Es verdad que hay también un modo de afanarse en la mirada a la tierra, que nos lleva a olvidar lo que una pandemia nos enseña forzosamente: nuestra vulnerabilidad. No, no somos dioses. Y tantas cosas que parecían intocables e imperecederas, han saltado por los aires en esta circunstancia, mientras que han brillado con luz propia las cosas que realmente valen la pena y teníamos olvidadas.

Mirar al cielo debidamente, y apasionadamente mirar a la tierra. No son dos miradas excluyentes ni contradictorias. Y cuando acertamos a mirar como se debe ese cielo hacia el que caminamos, y esa tierra que nos reclama la solidaridad y caridad cristianas, entonces se dilata la mirada, se fortalece nuestra debilidad, se anima el desánimo y los desencantos se llenan de esperanza. Porque mirando al cielo sin olvidar la tierra, nos hace ser constructores de un mundo nuevo y mejor desde los escombros que de tantos modos nos quedan tras una catástrofe, mientras creemos no en una vida larga y longeva, por más que pueda ser deseable, sino en una vida eterna que es la que a todos nos aguarda.

Los discípulos aprendieron la lección y volvieron a Jerusalén, pero se encerraron como si un confinamiento imperado les hubiera obligado. Había miedo de todos los colores, había sospecha ante cualquier sobresalto, las puertas cerradas a cal y canto. Así hasta que llegó María, la Madre de Jesús, y transformó aquella encerrona en un retiro de adviento: esperar, les dijo, estamos aquí para esperar, porque se nos hizo una promesa que no defraudará. Oremos para poner nombre a nuestras preguntas, y abramos el corazón para que cuando llegue el cumplimiento de la promesa que hizo Jesús, reconozcamos en él la respuesta.

Hay personas que prefieren no hacerse preguntas, o rodearlas como mejor pueden para evitar la provocación de los interrogantes que nosotros no sabemos resolver. Esto nos deja pobres y vulnerables, y entonces tratamos de salirnos por la tangente del divertimento, por la vereda de la distracción, por el abismo de cualquier frivolidad propia o ajena, para maquillar la provocación que la vida nos impone con las preguntas esenciales sin que nosotros podamos controlar o manipular las respuestas. En esto estaban aquellos discípulos con María, orando y esperando. Pero, de repente, unas llamas trajeron luz a sus vidas apagadas, y acercaron su lumbre a sus sospechas heladas. Y las puertas y ventanas hicieron saltar sus cepos y cerrojos, y pudieron asomarse a la vida real de tanta gente venida de todo el mundo como si hubiera hecho Dios con ellos una quedada.

Salieron de su escondrijo, dejaron atrás sus miedos y sus lágrimas, dejaron de mirar a un cielo evasivo y se lanzaron a contar algo inaudito, algo que no podían censurar en sí mismos, se lanzaron a cantar la Buena Noticia de que Dios no era rival en sus desgracias sino cómplice de lo mejor de sus vidas. Las maravillas de Dios se entendían, el bálsamo de su gracia ponía ternura en sus desgarros, y el horizonte malagüero de sus desdichas se tornaba en pretexto para la verdadera alegría. En aquella mañana de pentecostés, Dios volvió a pasar su pascua llenando de luz y esperanza los corazones que esperaban sin saberlo, que algo aconteciese, que alguien viniera a decirlo y regalarlo.

Nosotros, dos mil años después, también andamos entre nuestras tentaciones de mirar devotamente distraídos al cielo, o afanarnos desesperados en los desafíos de la tierra. Y sentimos los miedos de todas las clases, y los cansancios de toda ralea, mientras que censuramos las preguntas que nos hacen mendigos de las verdaderas respuestas.

No pocas personas me han preguntado sobre el significado de esta penuria que a todos nos tiene preocupados y ha abierto frentes en todos los frentes, dejándonos tocados y malheridos. Me viene el recuerdo del diluvio universal. El que relata la Biblia no fue el único. Sólo en Mesopotamia hubo varios. Y cuando acontece una catástrofe natural que anega los campos, derriba las casas, ahoga a personas, destruye ciudades, no puede reducirse la actitud inteligente a asomarse a la dura realidad esperando sencillamente que escampe. Sin duda que la tormenta escampará, pero ¿dónde queda lo que se ha llevado por delante? ¿Dónde están las personas queridas que hemos perdido? ¿Cómo hacer para levantar la ciudad, reconstruir lo derribado, recuperar el trabajo cotidiano que se ha llevado la riada? Mirar al cielo para ver si escampa, es insuficiente, más allá del sincero deseo que esto ocurra cuanto antes.

Aquellas víctimas del diluvio bíblico, no se quedaron en el desastre natural sólo esperando que escampase, o lamentando lo ocurrido, o tratando de hacer de la necesidad tan abultada una virtud humilde de rearme moral. Aquel hombre bíblico, además, intentó comprender lo que allí Dios les estaba diciendo, trató de leer en aquellos renglones tan torcidos lo que rectamente el Señor estaba escribiendo. Y sacaron conclusiones, aprendieron lecciones, se lanzaron a reconstruir su propia humanidad de una manera distinta a como estaba antes de que cayera la primera gota de un diluvio interminable.

Somos ciudadanos del cielo y peregrinos en la tierra. Dios se hizo camino y caminante a la vera de cada cual. Su bondad consiste en que sufre nuestro mismo sufrimiento, y cuando descubres su discreta presencia como si fuera un cirineo de nuestras cruces varias, entonces se llena de significado lo que gozamos y lo que penamos, lo que nos hace saltar de alegría y lo que nos abruma por todos los costados. Dios no es un Superman que con su capa planea sobre nuestras desgracias, ni sus ángeles son una fuerza multinacional de choque que actúan desde nuestro mando a distancia. Él está dándonos sus dones que nos hacen sabios a la hora de entender lo que pasa, que nos hacen fuertes cuando la debilidad nos desbarata, que nos hace pacíficos cuando el temor nos arrebata.

Necesitamos que Dios pase de nuevo con una nueva pascua, como la de pentecostés en aquella mañana. Y que nosotros salgamos del búnker de nuestra evasión para testimoniar en la plaza pública las razones de nuestra esperanza.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

 

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