Homilía del Domingo de Pascua 2021            

Publicado el 05/04/2021
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Anoche en el cielo la estrella de la mañana nos acercaba el presagio de una eterna bonanza. Su titilar nos decía que despuntaba el alba trayendo la libertad resucitadora y resucitada, porque Jesús había salido del sepulcro poniendo fin a su mordaza. Ha habido muchos ladrones en la noche de los tiempos con tantas penumbras inhumanas. Robaban siempre que podían la luz que descubre los colores de las cosas, desfigurando los rostros de aquellos que Dios nos da como compañía adecuada. Sus armas eran las tinieblas, para que impedir ver con asombro el don que siempre entraña la belleza. Taparla como se pueda, ha sido siempre su intento. Censurarla con tintas negras. Que no brote jamás la claridad cuando llega la mañana. Y así andaban esos ladrones intentando de mil maneras ofuscar con sus espesas nieblas lo que llegando el amanecer siempre llamaba a la puerta poniendo fin a su secuestro.

Pero no pudieron con aquella luz distinta. Una luz que estaba viva y despierta, levantando de su mortecina postración a quien sólo las pocas horas de aquellos tres días dejó maniatada. Tardó en llegar, por más que estuvo claro el aviso de que al tercer día terminaría el exilio forzado. Durante aquellos tres días interminables, hubo mucha gente que se rindió, que creyó que todo había concluido de aquel modo tan terrible e injusto, viendo colgar de una cruz a quien vino a traernos tanta vida. Lo vieron agonizar, y decir sus inolvidables siete palabras como siete dardos de bondad verdadera en medio de tanta insidia malvada. Pero por duro que fuera aquel drama, por difícil que resultara contemplar lo que no era una quimera, tan sólo era la penúltima palabra, la penúltima escena, quedándose para Dios lo que era la escena y la palabra postreras. Y así resultó al alba. De modo que aquel momento supuso el despertar del sueño bendito tras el letargo maldito de la más terrible pesadilla.

Nos dicen los Evangelios que fueron muchos los peregrinos de aquella noticia. Y fueron de dos en dos, de tres en tres, o de uno en uno, quienes en aquella mañana de pascua se acercaron al sepulcro para verlo con pasmo con miradas tan distintas. La piedra enorme movida. Los soldados centinelas sin explicación del caso en su huida. Y el interior de la oquedad fúnebre, sin dejar resquicio a la oscuridad mortecina una vez que allí entro la luz más radiante, la de una mañana viva.

Por angostos que sean nuestros pesares, por malditos que resulten tantos avata­res inhumanos, y por tropezosos que nos parezcan los traspiés de cada día, Jesús ha vencido con su resurrección su muerte y la mía. Y esto significa que ni la enfermedad de una pandemia que nos acorrala, ni el dolor que nos arruga, ni la oscuridad que nos asusta, ni la tristeza que nos amilana, ni la persecución que nos espanta, ni la espada que nos amedrenta… ni la mismísima muerte que nos mata, tendrán ya la última palabra. Jesús ha vencido, ha resucitado, y su triunfo nos abre de par en par el camino de la esperanza, el de la utopía cristiana, el camino de la verdadera humanidad, el camino que nos conduce al hogar de Dios desde esa bendita mañana.

La pascua cristiana ha llegado una vez más y este es el milagro que celebramos. No que alguien que murió ha vuelto a la vida mortal de antes, como sucedió con Lázaro, la hija de Jairo o el hijo único de la pobre viuda de Naím. Todos ellos, sin excepción, se volvieron a morir llegando su nuevo día de hacerlo. Jesús ha resucitado de veras, y no nos ha abierto las puertas de la mortalidad nuevamente, sino las de la eternidad para siempre, como hemos escuchado en la oración colecta de la Misa de Pascua hace unos momentos.

Esto significa que, por más que haya sido duro y descomunal el dolor de la Pasión de Jesús en su entrega a la muerte por nuestra salvación, no concluye en un sepulcro perverso donde fue sepultado el más santo. Aquella cueva a la sombra del Calvario en el huerto cercano no fue el tanatorio que sumió en el silencio y la soledad más terribles a quien trayéndonos la Vida quedase preso de una muerte fatal. En aquel huerto de Cristo ocurrió en contrapunto de salida bendecida lo que en el primer huerto de Adán resultó encerrona maldita. Junto al árbol de la caída en el huerto del Edén, florece en el huerto de la primavera eterna la cruz del árbol de la victoria que no fenece.

Hemos seguido al Señor en estos trances últimos de su vida terrena. Desde Jerusalén con los Ramos hasta el Gólgota con todos los llantos: ¡cuántos envites, cuántos embates!, ¡cuántos ir de aquí para allá unos y otros, siendo imposible parar lo que no aceptaba ninguna pausa! Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo… ¡qué triduo de ofrenda para una pascua!

Hoy, Domingo de Resurrección, será para siempre el primer día de la semana cristiana. Reconocemos esta fecha con toda su hondura como han hecho los santos: que la pasión de Cristo que empezó en la agonía no termina con el estertor mortal. No es el llanto desesperado ni un beso de traición lo que acaba con la historia de salvación que el Señor nos contó con su vida, sino lágrimas agradecidas y un beso embelesado tan lleno de inocente y verdadero amor. Anoche comenzamos un canto de alegría que alargaremos intensamente durante toda la octava pascual: cantar, sí, cantar nuestro mejor aleluya porque el Señor resucitó. No nos basta un momento, ni siquiera un día. Necesitamos ocho días de una octava para cantar agradecidos ese aleluya con toda el alma. Ocho días porque añade uno a los siete de la primera creación, porque en el octavo día renace al primer nacimiento que murió.

El Evangelio del domingo de pascua trae un curioso protagonista: el sepulcro, que hasta siete veces se reseña en tan sólo nueve versículos del Evangelio de San Juan, y los personajes se mueven en torno a él: van, vienen, vuelven, miran, se detienen, pasan… Habría que asomarse hoy al extraordinario lienzo del suizo Eugène Burnand (+ 1921): «En la mañana de la resurrección, los Discípulos Pedro y Juan caminan hacia la tumba», y sentir la tensión que este artista plasmó en los rostros de estos dos discípulos. O habría que embelesarse en la escucha del oratorio de “El Mesías” que compuso el gran Georg Friedrich Haendel o el oratorio de pascua de Johannes Sebastian Bach. Todos los artistas con sus pinceles o cinceles, todos los músicos con sus notas, y con sus versos los poetas nos ambientarían este momento indescriptible e intransferible. ¿Corremos nosotros al sepulcro de Cristo? .

Aquel sepulcro no era un tumba cualquiera. Para unos, como los sumos sacerdotes y los letrados, el sepulcro era el final de la pesadilla que para ellos fue Jesús. Para otros, como Pilato, el final de un susto que le puso contra las cuerdas haciendo peligrar su poltrona política. Para otros, como los discípulos, el sepulcro era su pena, su escándalo, su frustración. Recordando tantas palabras de su Maestro, aún mirarían aquel lugar con una débil esperanza. Un sepulcro vacío, donde no cabía tanta vida, abrió sus puertas de par en par, y una voz se escuchó, y salió de nuevo como la vez primera diciendo con sus labios creadores ¡que exista la Luz! Y desde entonces el hogar de la humanidad dejó de ser un zulo de tinieblas cuando de par en par se ha convertido en una casa encendida, como decía nuestro poeta Luis Rosales. Así andaban ellos entre el pesar de su dolor reciente y el asombro ante tamaña noticia.

Pero llegó María Magdalena al sepulcro, llorando como una Magdalena también ella misma, y al verlo así, abierto y sin Jesús, pensó lo más natural: que alguien había robado el cadáver. Y comunicado a los Apóstoles, corrieron para ver. El discípulo a quien Jesús quería, vio y creyó. Y comenzaron a entender la Escritura, a reconocer como verdad lo que ya les había sido otras veces anunciado: que Jesús resucitaría.

Como en la mañana primera, Dios vuelve a pasar por nuestro caos para llenarlo de armonía, revistiendo nuevamente de bondad y belleza lo que sus labios creadores de nuevo pronuncian con palabra de eternidad. Al unirnos a la alegría, al aleluya de toda la creación que en esta mañana brilla con sol radiante en nuestro valle del Auseva aquí en Covadonga, también nosotros queremos ser testigos de su paso entre nosotros, de su paso siempre bondadoso y embellecedor. Y ¿qué debemos testificar? Pues lo que la misma Pascua pro­clama y canta: que la luz vence a la sombra, y la paz a la guerra, que el amor vence al odio, y la vida a la muerte, porque Jesús ha resucitado.

Es la mirada lo que cambia, no la realidad que tenemos delante que seguirá siendo la misma. Y aunque tengamos pesarosos tantas cuitas pendientes, tantos motivos que nos siguen asustando, enfrentándonos por fuera y partiéndonos por dentro, los ladrones de la noche han sido en esta mañana robados. Bendito asalto que ha desmantelado sus oscuridades para regalarnos la luz que jamás se acaba.

No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida… Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.

Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina, la que no tiene tiempo, ni calendario, la que atraviesa nuestra vida sembrando en ella su luz y su amor en la trama cotidiana de nuestras preguntas, nuestros dolores, nuestros amores y certezas. En esa procesión continua nosotros somos los cofrades de la pascua que nos regala la nueva vida. Con el gozo de María la madre del Señor y Reina de los cielos, nuestra querida Santina, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado. Hermanos, feliz Pascua florida.

 

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Basílica de Covadonga
4 abril 2021

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