Homilía en el Corpus Christi 2021

Publicado el 08/06/2021
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Saludo a nuestro Sr. Deán de la Catedral y diácono. Sr. Alcalde y Corporación municipal, una vez más gracias por honrarnos con vuestra presencia. Ustedes tienen una preciosa responsabilidad en la ciudad y son al mismo tiempo cristianos, como yo soy ciudadano y represento a una institución como la Iglesia. Participando en actos así, ya sean civiles como religiosos, unos y otros nos ayudamos con diferente responsabilidad en la buena armonía de una ciudad, en su seguridad y su esperanza. Bueno es que tengamos y mantengamos la relación complementaria que la Diócesis y el Ayuntamiento gozan en este momento, para que redunde en el beneficio de nuestra ciudadanía en el terreno de lo social, de lo cultural y de las colaboraciones varias. Imponer cordones enfermizos que nos separan y excluyen, sólo responde a una decisión ideológica que confunde las cosas y alimenta las incomprensiones y las insidias. Saludo también con afecto a las asociaciones eucarísticas (Adoración nocturna masculina y femenina, Adoración perpetua) y a las Cofradías y Hermandades de Semana Santa. Me da alegría volver a escuchar a nuestra estupenda Schola Cantorum. No se habían ido con la música a otra parte, sino que también ellos sufrieron las restricciones de la pandemia que nos asola. Pero de modo especial saludo algunos de los niños y niñas que en este año han hecho su Primera Comunión y nos regalan con su presencia el encanto y la inocencia de nuestra humanidad mejor. Aunque no podremos luego tener la procesión, habéis acudido esta pequeña representación a esta cita en la iglesia madre que es nuestra Catedral. Hermanos todos: paz y bien.

Domingo de Corpus en el que nos asomamos a uno de los momentos más bellos de la vida cristiana. Porque en esta festividad reconocemos el aspecto que más nos identifica como cristianos. Creemos en Dios y en lo que Dios cree, amamos a Dios y lo que Él ama. No puede darse una fe o un amor respecto de Dios al margen de cuanto en su propio Corazón palpita con credibilidad y afecto. Y no podría darse una verdadera entrega a los demás, especialmente a los más desfavorecidos, sin aprender ese gesto en el abrazo y cariño de Dios que nos ama. El amor a Dios y el amor al hermano, siendo amores distintos y diferentes, son sencillamente inseparables. ¡Cuántas veces hemos querido hablar de Dios sin amor, haciendo de ese relato una historia extraña, distante y ajena que no tiene que ver con lo que realmente a nosotros nos apena o nos alegra, y narrando entonces una imagen del Señor como si Él fuera o un intruso o un fantasma! Y también, ¡cuántas veces hemos hablado del amor sin Dios, haciendo igualmente de ese relato simplemente un divertimento fugaz y egoísta que tiene en todas sus costuras la fecha de caducidad!

Y esta es la fiesta que hoy celebramos en la Iglesia con el Corpus Christi: el amor de Dios y el amor al hermano, diversos pero indisociables. Él prometió no dejarnos solos; nos dijo que estaría con nosotros todos los días. Y esta presencia de Aquel que ha sido más fuerte que la muerte, se concreta en el memorial de su amor y su entrega, en el recuerdo vivo de su muerte y resurrección. Como nos dice el Evangelio de este domingo, Jesús se ha hecho nuestra comida y nuestra bebida, su Cuerpo y su Sangre dados en alimento inesperado e inmerecido… siempre. Comer este Pan que sacia todas las hambres significa adherirse a Jesús, es decir, entrar en comunión de vida con Él, compartiendo su destino y su afán, hacerse discípulo suyo, vivir con Él y seguirle por sus caminos dejando que nos acompañe en nuestros vericuetos.

Esta cita esperada cada año tiene en su entraña un recuerdo: que Jesús se hizo como nosotros sin dejar de ser lo que Él era. Y así llegando el trance del adiós, cuando volvió al Padre tras su vida, su muerte y su resurrección, no lo hizo sin antes darnos una misteriosa alegría: que se quedaría con nosotros todos los días hasta su vuelta. Extraña paradoja de quien dice que se va quedándose al lado, declarando su cercanía quien inicia el vuelo volando. Pero sucede así con las personas que queremos de veras. El corazón no se resigna a un adiós que pone entre nosotros distancia y silencio cuando es la presencia y la palabra lo que llena de sentido el amor, la amistad y los ensueños. Pero atender a Jesús, seguirle, nutrirse en Él, no significa desatender y abandonar a los demás. Torpe coartada sería ésa de no amar a los prójimos porque estamos “ocupados” en amar a Dios. Jamás los verdaderos cristianos y nunca los auténticos discípulos que han saciado las hambres de su corazón en el Pan santo del Cuerpo de Jesús, se han desentendido de las otras hambres de los hombres sus hermanos. Por eso comulgar a Jesús no es posible sin comulgar también a los hermanos. No son la misma comunión, pero no se pueden separar. Y esto lo ha entendido muy bien la Iglesia cuando al presentarnos hoy la fiesta del Corpus Christi en la cual adoramos a Jesús en el sacramento de la Eucaristía, nos presenta al mismo tiempo a los pobres de todas las pobrezas, en el día de Cáritas. Difícil es saciar el hambre de nuestro corazón en su Pan vivo, sin atender el hambre básica de los hermanos.

He podido escuchar un testimonio precioso de una niña de primera Comunión. Esta mañana en la cadena Cope lo escuché directamente de sus labios. Porque esa fecha imborrable de la primera Comunión, tantas veces viene eclipsada por el cúmulo de regalos que reciben nuestros niños. Está bien tener ese gesto de un regalo que viene a acompañar el verdadero regalo mayor que es recibir a Jesús por primera vez, pero en algunos casos el regalo menor acaba por difuminar el regalo más grande. Por eso me ha tocado el corazón ese testimonio de una pequeña de la parroquia de Turón. Se llama Aldara, una de las niñas que hizo la Primera Comunión el domingo pasado. Ella hizo toda una declaración de confesión cristiana a pesar de su corta edad: hemos sentido que Dios nos quiere, y hemos querido ser ese amor para los demás. Así dijo. Habían tenido algún contacto con un centro que hay en Gijón para mamás gestantes que han sido abandonadas por sus parejas, estuvieran o no casadas. Al sentirse solas y abandonadas esas mamás que esperaban un bebé, corrían el riesgo de terminar en aborto el hijo de sus entrañas. Entonces invitaron a una monjita de las que cuidan de esa casa y a una mamá que acababa de dar a luz a su hijo hacía poco. Continúa diciendo la pequeña Aldara: “Tuvimos la suerte de que una religiosa y una madre con su hijo vinieran a nuestra comunión y pudimos entregarles nuestro cariño. Ojalá podamos ayudar a que la vida siga venciendo, porque tienen derecho a vivir tanto las madres como los hijos, y por eso, estoy muy contenta. Nuestra Primera Comunión fue amor también para los que empiezan a vivir, y queremos que ellos sean felices como lo somos nosotros”. El gesto consistió en entregar a ese centro de acogida para mamás gestantes, parte del dinero que los niños de Primera Comunión habían recibido. Es impresionante cómo con un gesto así de inocente y sencillo, pero así de verdadero y hermoso, se puede vivir la vida cristiana aprendiendo de Jesús que se entrega en la Eucaristía, para también nosotros entregarnos concretamente a los hermanos.

A los niños y niñas de Primera Comunión que habéis venido hoy aquí a la Catedral en una representación escogida, mi felicitación llena de cariño. Hoy la procesión no recorrerá nuestras calles o plazas, o quizás sí, teniendo en estos pequeños la mejor de las custodias que se pudiera pensar, cuando con la inocencia de estos niños y niñas, el mismo Jesús vuelve a hacerse presente en nuestra ciudad llenándose de esperanza y de alegría, como cuando María fue a visitar con prisa a su prima Isabel en la montaña: que saltó de alegría el hijo de sus entrañas. Esto se lo pedimos a Jesús y a María, que nos visiten estos pequeños que, como la Virgen, llevan con tanta pureza a Jesús en sus corazones. El Señor os bendiga siempre con la Paz.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

 

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