Fiesta de la Epifanía del Señor

Publicado el 06/01/2022
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Seguimos el curso de estos días navideños, y nos encontramos con una fiesta especialmente querida por pequeños y grandes. Celebramos la Epifanía del Señor, su manifestación a todos los pueblos, cuando en el establo de Belén de pronto se abrió la puerta a toda la humanidad: pastores y ahora los Magos de Oriente. Y nos viene a la memoria aquella infancia en la que nosotros también éramos inocentes y sencillos, capaces de soñar en que en la vida hay regalos, emulando aquellos presentes que tres sabios del Oriente pusieron a los pies de un Dios infante que los miraría con sorpresa entre sus pucheros llorosos o sus sonrisas de pompas de jabón. Mirando nosotros a nuestros pequeños, aprendemos a situarnos en la cabalgata de la vida, sin miradas torvas o esquivas, sin ojos escépticos y entristecidos, sino con esa carita de asombro propia de quien se asoma a la magia de una maravilla con la que Dios se nos cruza en esos caminos que tienen la edad de nuestros años y la circunstancia de nuestros días.

Pero debemos detenernos un momento en aquella primera cabalgata de la historia. Los tres personajes que protagonizan esta escena de adoración eran magos, astrónomos, curiosos de cuanto acontece en los cielos. No sólo los pastores de las majadas de Belén se allegaron al Portal, no sólo los lugareños movidos por la curiosidad y el boca a boca se hicieron presentes. Había también una cita especial: aquellos sabios del Oriente, magos de profesión, es decir, astrónomos y estudiosos del universo. De luces y estrellas iba el mapa de aquella aventura por la que esos tres hombres se encontraron con Dios.

Es lo que el profeta Isaías nos ha dicho en la primera lectura invitándonos a levantar la mirada ante la luz que llega. ¿Quién no tiene oscuridades y penumbras? Pero hay una luz amanecida, una aurora resplandeciente, que pone en marcha los pies del desencanto para llenar de dones agradecidos la alabanza debida a Dios: incienso, oro y mirra (cf. Is 60, 1-6). Era la anticipación de un mensaje de salvación universal, que el apóstol Pablo dirá en la segunda lectura (cf. Ef 3, 2-6). Estaban ahí estos magos de Oriente que vinieron a adorar a Jesús apenas nacido. El sentido de este viaje y de esta adoración, enmarca la apertura universal de la salvación que el pequeño Dios nacido de María nos venía a traer a toda la humanidad.

En un día como hoy, quien más y quien menos recordará la emoción tensa, tiernamente en vilo, cuando llegaba la víspera de cada seis de enero. Las otras fiestas de los días navideños habían ido dando cita a los adultos con cenas y comidas de familia, con misas del gallo y visitas de los amigos y parientes más allegados por más que estuvieran lejos el resto del año. Incluso esto nos lo ha desbaratado la pandemia que tanto nos condiciona en estos días. Pero llegaba el cinco de enero, y todos nos asomábamos para ver la cabalgata de los Reyes Magos. Los habíamos visto en el nacimiento preparado con nuestros mayores; los íbamos moviendo como quien tiene prisa de que llegasen cuanto antes al portal de corcho y musgo que habíamos preparado. Ahora tocaba verlos entrar por nuestra ciudad, cargados de majestad y de regalos. Con nuestros ojitos mirando hacia arriba a su paso, con nuestra nariz sonrojada del frío y encendida por la ilusión, nos parecía que en verdad llegaban con nuestro pedido, mientras le decíamos a la abuela o a la mamá: ¿echaste mi carta al correo? Y detrás de la bufanda y el gorro de lana también nosotros dejábamos que subiera el vaho de nuestro aliento como quien chista la presencia de atención a los Magos que pasaban por delante en sus camellos.

Pero hay una protagonista en la Epifanía que nos relata el Evangelio (cf. Mt 2, 1-12): aquellos Magos vinieron atraídos por una estrella, es decir, se dejaron sabiamente provocar. Supieron amar sus preguntas, y no las censuraron ignorándolas, así como tampoco las domesticaron engañándolas. Las preguntas les pusieron en camino hacia la respuesta, y todas sus oscuridades encontraron en el destello humilde de una estrella el indicio de que su camino no sería en vano. Aquella luz atrayente era el pobre reflejo de la verdadera luminaria que Dios encendió en Belén al darnos a su propio Hijo. Llegaron y adoraron al Niño Dios. Reconocieron en aquel bebé el misterio resuelto de todos sus enigmas humanos, de todas sus búsquedas razonables, de todas sus preguntas a flor de piel. Y no pudieron por menos que regalarle cuanto llevaban de más noble, de más bello y de más valioso. Pero todo comenzó con esa estrella que Dios encendió en los ojos de aquellos Magos. Dios enciende estrellas en nuestra vida; son signos, indicios, ayuda de amistosa compañía. La estrella nos conduce por el camino justo, nos advierte si nuestros pasos se extravían, nos permite encontrar a Dios para el que nacimos. ¡Ay… si supiésemos ser siempre estrella humilde, alegre y sencilla! Estrellas que no estrellan con violencia, estrellas que indican con la discreción debida, que alumbran los senderos sin deslumbrar nuestra mirada, estrellas hermanas que se hacen amigas. Estrellas que no truncan nuestros sueños en pesadas pesadillas. Pidamos ser recíprocamente este regalo.

Desde ayer estoy pensando en dos familias nuestras en Asturias. Han tenido que masticar amargamente algo inesperado que te siega la vida, cuando dos honrados trabajadores de 38 y 40 años murieron en Gijón al desmoronarse parte del edificio que estaban reparando en un Colegio. Todo mi afecto a esas dos familias que no están abriendo regalos sino secando sus lágrimas, preguntándose con dolor cómo es posible lo que les ha sucedido. Rezo por ellas y por el eterno descanso de sus dos familiares fallecidos. Toda nuestra cercanía respetuosa y cristiana a esas dos familias como Iglesia diocesana.

Por tantos motivos, nosotros sabemos que hoy es otra la cabalgata, y es otra también nuestra edad. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo nos sigue dando Dios. Toda la liturgia de este día gira en torno a la estrella que guió y acompañó a los magos de Oriente. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala. Son un discreto guiño de un camino a recorrer, o prudente advertencia de un camino que dejar, a fin de poder llegar a la luz para la que también nuestros ojos nacieron en el encuentro con el Niño que brilla más que el sol. Dichosa luz que nos brilla como la más dulce epifanía del amor paciente de Dios. De esta luz somos también nosotros buscadores que con santa curiosidad nos hace peregrinos del Bien y de la Paz que coinciden con ese pequeño divino Infante al que todas las fibras de nuestra vida no dejan de salir a buscar. Felices nosotros si abrimos ante Él el cofre de nuestra pequeñez para ser bendecidos de modo infinito con la gracia de su grandeza. En ese encuentro desproporcionado entre su luz y mi oscuridad, su gracia y mi pecado, la pequeñez que me embarga y la grandeza suya que me abraza, tiene lugar la alegría de saberme salvado.

Y como fruto agradecido de tamaño regalo, yo estoy también llamado a convertirme en estrella, a ser guiño y sugerencia, propuesta discreta que despierte curiosidades por mi modo de vivir las cosas por dentro y por fuera. Que seamos una estrella humilde, no meteoritos que hacen daño, y que nuestro titilar brillante pueda poner en camino a quienes son llamados por Dios a la adoración desde su curiosidad, desde sus necesidades, desde sus llantos. La palabra final siempre corresponderá a la luz de la estrella divina que nunca es fugaz. Que ella nos alumbre y nos conduzca siempre, junto a José y a María. El Señor os guarde y siempre os bendiga.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

 

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