Domingo de Resurrección 2022

Publicado el 18/04/2022
Share on FacebookTweet about this on TwitterEmail this to someonePin on PinterestPrint this page

Llevaban varios días sin dormir aquellos discípulos. La tristeza de haber perdido al amigo y al maestro que había cambiado sus vidas, se unía al miedo inconfesado de tener que esconderse de miradas y redadas que por doquier veían desde su temor. Habían transcurrido demasiado deprisa aquellos interminables instantes desde que, en el primer viernes santo a la hora de nona, bajó el telón de una historia. La oscuridad de aquella tarde era expresiva de otras tinieblas más densas en sus almas, en sus ojos, y en la incertidumbre de qué pasaría ahora cuando todo aparentemente tocaba a su fin de modo tan brusco e injusto.

No había forma de comunicarse entre ellos. Nada sabían del desenlace de Judas, ni de los llantos de Pedro, ni de las palabras que al pie de la cruz pudo escuchar Juan junto a la Madre por antonomasia. Y las inquietas seguidoras de Jesús, andaban tan nerviosas como desconsoladas organizando quizás un último gesto para embalsamar al Señor con sus lágrimas y sus ungüentos. Realmente el ambiente era desolador como quien más o quien menos tiene ante la muerte de un ser querido en el adiós para siempre de esa persona que por más que la miremos no respira, no siente, no padece… pero tampoco nos miran sus ojos cerrados, ni nos besan sus labios inmóviles, ni cabe esperar caricia alguna de sus manos frías e inertes.

Cada uno de aquellos discípulos, escondidos como pudieron en algún agujero aparte, remendaban sus recuerdos como si un roto los hubiera hecho trizas en trozos irreparables. Y les vendrían a la memoria palabras que sólo escucharon al Maestro mientras les abrían horizontes inimaginados como nunca habrían sido ellos capaces: palabras de ternura, de consuelo, de ensueños amables, palabras que traían verdad incómoda para las mentiras cobardes, pero que dichas por aquellos labios siempre se percibían bondadosas como quien se reconoce en ellas descubriendo que eran correspondientes con lo que en el corazón latía. Les vendrían también al recuerdo un sinfín de escenas en las que en todo tipo de momentos hubo siempre un gesto oportuno para anunciar la buena noticia o para denuncias los desmanes. No hubo llanto que no fuera enjugado, ni esperanza que resultara frustrante, ni dolor que no fuera abrazado con respeto ardiente, ni pecado que no fuera señalado para dar luego la ocasión de arrepentirse y volver a empezar. Eran las palabras volanderas que les venían a la mente, y eran los mil gestos que como milagros se les cruzaban en las encrucijadas ahora tan lejanas y tan dolientes.

Así estaban aquellos primeros discípulos, con esa guisa de extrañeza y de ansiedad, mezclada con la preocupación despiadada ante el miedo que les hervía la sangre. Juan nos acerca el caso de María la Magdalena. A pesar de que estaba ya amaneciendo, nos dice el evangelista que aún estaba muy oscuro, subrayando así la penumbra que embargaba el corazón de aquella mujer buena salvada de sus abismos y contradicciones unos meses antes. Se apercibe de que la losa estaba movida, y ni corta ni perezosa fue a buscar a Pedro y Juan para hacerles a ellos su propio relato: que se habían llevado al Señor, que no estaba ya dentro del sepulcro y que desconocía dónde ni quien lo tenía ahora. Los datos eran parcialmente verdaderos, pero también ella en su dolor partido y profundo echa a volar la imaginación sufrida y sufriente.

Los dos discípulos corrieron, uno más que otro, casi sin esperarse en la carrera, ante la noticia jaleosa que les trajo Magdalena. Juan el más joven llegó antes, Pedro con la lengua fuera logró al fin alcanzarle. Y los dos pasmados comprobaron el dato que esa mujer les había dicho: que Jesús no estaba allí ya. Pedro entró y vio los lienzos de la sábana tendidos y el sudario enrollado aparte. Ese sudario que como pañuelo le pusieron en la cabeza al descenderlo de la cruz. Es nuestra bendita reliquia que con tanta piadosa devoción conservamos, cuidamos y veneramos en Oviedo.

Ahí están los últimos vestigios de un drama: la oquedad en la roca haciendo de sepulcro, los telares que cubrieron cuerpo y cabeza. Pero el cuerpo ya no estaba, y le venía estrecho aquel recinto de muerte y aquellos lienzos y sudarios para la mortaja, cuando la vida desplazaba el drama y la tragedia. Sí, el Evangelio del domingo de pascua trae un curioso protagonista: el sepulcro, que hasta seis veces se reseña, y los personajes se mueven en torno a él: van, vienen, vuelven, miran, se detienen, pasan… Aquel sepulcro no era una tumba cualquiera. Para unos, como los sumos sacerdotes y los letrados, el sepulcro era el final de la pesadilla que para ellos tal vez fue Jesús. Para otros, como Pilato, tal vez el final de un susto que le puso contra las cuerdas haciendo peligrar su poltrona política. Para otros, como los discípulos, el sepulcro era su pena, su escándalo, su frustración.

El discípulo a quien Jesús quería, vio y creyó. Y comenzaron a entender la Escritura, a reconocer como verdad lo que ya les había sido otras veces anunciado: que Jesús resucitaría. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida… Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido, se ha cumplido la promesa del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas.            Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina, la que no tiene tiempo, ni calendario, la que atraviesa nuestra vida sembrando en ella su luz y su amor. En esa procesión no vestimos de penitencia sino que vamos con el rostro descubierto como hoy vienen nuestros cofrades de las Hermandades y Cofradías. La procesión contínua en la que dar testimonio de que Jesús ha vencido la muerte y todas sus engañifas, sus chantajes y sus rincones de tristeza y melancolía. Con el gozo de María la madre del Señor, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado, no es vana nuestra fe. Empieza la vida. La esperanza nos regala esta certeza que enjuga nuestros llantos y nos permite asomarnos a una vida nueva que siendo eterna jamás acaba.            Feliz pascua, hermanos. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

Para mejorar el servicio, utilizamos cookies propias y de terceros. Si sigues navegando, entendemos que aceptas su uso según nuestra política de cookies.

Más información sobre cookies