Domingo de Pentecostés. Homilía en las ordenaciones sacerdotales           

Publicado el 10/06/2019
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Con la fiesta de Pentecostés culminamos todo el tiempo litúrgico en el que hemos vivido la Pascua de Jesús. Él puso con su resurrección el final a nuestra oscuridad y a nuestra muerte. No porque no tengamos sombras en el camino o nos aceche lo que tantas veces expira, sino porque esa penumbra que nos impone su negrura o el ocaso que pretende exterminar la esperanza, no tienen ya la última palabra… por más que sean duro de escuchar el zarpazo de las palabras penúltimas.

El ejemplo es que aquellos primeros cristianos eran discípulos asustados que oscilaban entre quedarse parados mirando al cielo al verse sin su Maestro en su ascensión a los cielos, como vimos el domingo pasado, y quedarse encerrados a cal y canto, con las puertas y ventanas selladas. Lo hemos escuchado en la primera lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 2,1-11). Tal embobamiento celeste y tal encerrona terrena saltará por los aires cuando un viento que soplaba fuertemente les abrió sus defensas, y unas llamas como lenguas puso luz y calidez en sus temores apagados. La trinchera de sus miedos se convirtió en testimonio en el campo abierto de una plaza. Y el mutismo lenguaraz se trocó en palabra viva que todos entendían. Allí estaban aquella mañana todos los pueblos de la geografía humana conocida bajo el cielo, allí transitaban las culturas de los distintos modos y maneras de un mundo al que contar la buena noticia de las grandezas de Dios desde la pequeñez de sus vidas.

Esto sucedió hace dos mil años, cuando Dios envió su Espíritu para repoblar la faz de la tierra, como hemos cantado en el salmo (Sal 103). Jesús mismo lo anunció en una de esas apariciones pascuales, cuando andaban de cierre miedoso los discípulos en la noche del primer día de Pascua al presentarse Jesús mostrando las manos y el costado, tal y como nos ha recordado el Evangelio (Jn 20,19-23). Entonces les dijo que enviaría el Espíritu Santo, para poder transmitirles la misma misión que el Padre a Él le había confiado. Una misión que no terminaba de comenzar, que estaba apesadumbrada por la incertidumbre y el temor… hasta que recibieran ese Espíritu prometido. El entretanto fue un periodo de oración y preparación, con María, en el cenáculo de las confidencias, en aquella estancia de la espera. Y la promesa prometida, finalmente llegó en aquella mañana que dejó desconcertada a la ciudad de Jerusalén que acudió curiosa ante el ruido de aquella brisa huracanada que trajo de aquel modo al Espíritu de Dios.

En Pentecostés la Iglesia se hace misionera, y de allí partirá para conocer otros lares hasta el confín de la tierra, y para aprender otras lenguas con las que Dios seguirá anunciado con tantos labios la misma Buena Noticia. Es la historia del pueblo cristiano que en aquella mañana irá surcando mares, recorriendo caminos, volando firmamentos, a fin de llevar a Cristo alargando la misión que el Padre Dios amante confió a su Hijo Dios bienamado, en aquel Dios Espíritu que era el amor de ambos.

Pasan los años, se suceden los siglos, y seguimos pidiendo con toda la Iglesia que venga ese mismo Espíritu, luz que penetra las almas y fuente de nuestro consuelo. Él es el descanso de nuestro esfuerzo que nos llena de tanta fatiga, y una dulce tregua en el trabajo que no siempre logramos ver colmado ni cumplido con los resultados que deseamos con denuedo y necesitamos desde nuestro vacío cuando Él nos falta por dentro, cuando nos puede el poder del pecado si no nos envía su aliento divino. Sí, reconocemos que aquella mañana de hace todo el tiempo desde entonces transcurrido, es una cita siempre pendiente en la hora de la Iglesia, y por eso con ella pedimos como hemos pedido en la Secuencia que riegue la tierra que adolece de nuestra sequía, que sane nuestro corazón enfermo con sus heridas, que lave las manchas de nuestras faltas pecadoras, que ponga su calor en el hielo de nuestro espíritu indómito, y ternura guiadora cuando torcemos el sendero de nuestro camino. Sus siete dones nos hagan dignos discípulos.

Esta Iglesia que nace en Pentecostés, se asemeja a un cuerpo como nos ha recordado la segunda lectura de San Pablo los cristianos de Corinto (cf. 1 Cor 12,3b-7.12-13). Un cuerpo, que siendo uno, tiene, sin embargo, muchos miembros, y cada uno de ellos con un ministerio o función. Así es el cuerpo eclesial que tiene a Cristo por cabeza, y a nosotros como miembros hermanados, como en ese “garrapieyu d’amor” que decimos en el canto asturiano para hablar de la comunidad cristiana. Entre los miembros de ese cuerpo, junto a los laicos y los consagrados, están los pastores como ministros ordenados. Los diáconos, los presbíteros y los obispos son esos pastores en cuyas manos Jesús prolonga y alarga su ministerio, sumo y eterno, del que inmerecidamente participamos al ser llamados a unirnos y ser ungidos por el Pastor Bueno.

Como solemos hacer en la Diócesis de Oviedo, la tarde de Pentecostés tiene lugar la ordenación diaconal y presbiteral de los hermanos que el Señor nos regala. También ellos han vivido un tiempo de adentramiento, no por miedo o incertidumbre, sino como integral preparación a la encomienda que la Iglesia les confía esta tarde de parte del Señor. No sería responsable poner sin más en sus manos la Gracia que deberán distribuir a sus hermanos, si primero ellos no se saben los primeros mendigos que han de recibirla cada día. Ni poner en sus labios la Palabra que deberán anunciar si ellos no han aprendido antes a escucharla en sus adentros. De ahí, que hayan transcurrido unos años en el estudio de la filosofía y la teología, en trabajar su propia humanidad que tiene libertad, afecto y temperamento, en aprender de lo que supone la integración en la comunidad diocesana y en el presbiterio, en crecer en la espiritualidad cristiana y sacerdotal. Así se han ido hilvanado horas, días, meses y años en esta formación que brinda responsablemente la Iglesia y que se encauza en nuestros seminarios con profesores, formadores y compañeros.

Una formación hilvanada, indicando con ello que el bordado está incompleto. ¿En qué sentido? Hoy, queridos Miguel Ángel, Diego, Sebastián, Pablo, Hermes y Miguel, ciertamente seréis ordenados sacramental y litúrgicamente de modo entero, pero lo que esta tarde recibís no termina en el sí que os ha traído hasta el altar, sino que vuestro sí tendréis que aprender a pronunciarlo cada día de la vida que el Señor tenga a bien daros y confiaros. Hoy es fácil decirlo, aún teniendo detrás ese recorrido que os ha ido acompañando con sus altibajos, sus momentos agridulces, claroscuros, de mucha gracia sin que haya faltado el pecado. Pero estáis finalmente aquí, en este día tan esperado. Y rodeados por la gente que más os queremos de veras: vuestro obispo, vuestros familiares y amigos, los compañeros que habéis tenido y van detrás, y los que llegaron a este momento antes y os acogen con inmenso afecto y gratitud, el pueblo santo de Dios que os conoce y al que habéis ido sirviendo con vuestra progresiva dedicación y ministerios. Todos aquí estamos de vuestra parte, rezando por vosotros, apoyándoos y queriéndoos con amistad cristiana y eclesial. Hoy es fácil decir el sí de vuestra aceptación a la llamada recibida.

Os pondréis dentro de unos instantes tendidos en el suelo, mientras iremos desgranando los nombres de vuestros mejores amigos del cielo, con la letanía de los santos. Ahí escucharéis nombres como el de Santa María y San José, el de los apóstoles, los mártires, las vírgenes, los pastores. Hombres y mujeres, consagrados y laicos, que cada uno en su época y con su circunstancia acertaron a mantener el sí de su entrega en todos los lugares a los que fueron enviados, en todos los climas que debieron de afrontar, con horizontes claros y con espesos nubarrones, con el apoyo de quienes son verdadera compañía para nuestro destino y con la interferencia de quien se cruza para tentar, confundir o extraviarnos. Con el gozo de saber que es Dios quien nos habla y nos guía, o con el dolor de no escucharle en nuestra sordera y perder el rumbo en nuestra soledad. Con la frescura de la juventud madura y sana y con los achaques de la enfermedad o ancianidad si llega. ¡Cuántos paisajes, cuántas compañías, cuántas circunstancias en las que volver a pronunciar nuevamente vuestro sí! No cambiará vuestra llamada, pero sí vuestra percepción de lo que Dios os da y de lo que se os pide en la Iglesia y la humanidad. Por todo ello, vuestra ordenación esta tarde es cierta y verdadera, pero en este sentido es una ordenación inacabada.

Los que aquí os acompañamos y acogemos siendo ya desde muchos o pocos años pastores ordenados, mirándoos esta tarde es un momento de gracia también para nosotros al renovar en las oraciones y gestos de la liturgia de la ordenación, aquello a lo que hace tiempo que fuimos llamados.

Nuestra Iglesia diocesana os acoge con inmensa alegría, como una madre a la que la vida vuelve a bendecir con el nacimiento de vuestras vocaciones que llegan a la ordenación como diácono o como presbíteros. Desde el Seminario Metropolitano seréis enviados Miguel Ángel y Miguel a nuestras parroquias y comunidades para que ejerzáis el ministerio en las distintas Unidades Pastorales en las que deberéis construir la Iglesia del Señor a través de la misión que se os confíe. Igual haremos con Diego que proviene de nuestro Seminario diocesano misionero Redemptoris Mater, para después de un tiempo estar disponible para ir a cualquier parte del mundo para acompañar familias misioneras del Camino Neocatecumenal. Y, finalmente, Sebastián, Pablo y Hermes, que pertenecen a la Asociación de fieles Lumen Dei, estarán vinculados con nuestra Diócesis de Oviedo por la incardinación y durante un tiempo también podrán ejercer su ministerio entre nosotros. Un diácono y cinco presbíteros, como seis bendiciones con las que hoy se llena nuestra Catedral y nuestra Diócesis con estas llamas dones en el Espíritu.

También vosotros deberéis salir a la plaza pública donde la vida pasa, donde se lastima y traiciona, donde se brinda y se goza, donde acontece lo más hermoso de nuestros mejores sueños y lo más terrible de nuestras peores pesadillas. No sois ordenados para vosotros mismos, sino para ser enviados. Que vuestras manos, mendigas de la Gracia, sepan compartir con los hermanos lo mucho que el Señor pone y pondrá en ellas, siendo vosotros los primeros destinatarios. Que vuestros labios, en los que Dios gritará su Palabra, sepan comunicar la alegría del Evangelio como primeros oyentes. El buen olor a Cristo, como dice el apóstol Pablo (cf. 2 Cor 2,15), es el que debéis transmitir a las ovejas que la Iglesia pondrá en vuestros hombros. Haréis vuestras las heridas de los hermanos sufriendo con ellos, para poner en ellas el bálsamo de la esperanza con el que vosotros sois consolados. Que no haya pregunta que no os golpee vuestras certezas, ni lágrima que no sea también vuestro llanto, ni sonrisa que no dibuje la alegría en vuestro rostro. Así seréis pastores que dan la vida por el rebaño que os ha sido confiado.

Y para vivir así, deberéis cuidar vuestra relación diaria y continua con el Señor, a quien de tantos modos y todo momento representáis, para no acabar siendo funcionarios que trabajan según el horario y calendario de vuestros intereses. Cuidar vuestra comunión real con la Iglesia, dejándoos enseñar y acompañar por ella, corregir y madurar con ella, sin dictar jamás la independencia de vuestros pareceres en las cosas que son serias.

Queridos Miguel Ángel, Diego, Sebastián, Pablo, Hermes y Miguel, hoy es un día precioso para vosotros, de los que se anotan en la memoria para no olvidarlo jamás, para celebrarlo cada año, para reavivar cada día el don que recibís por la imposición de mis pobres manos de obispo y la oración de toda la Iglesia (cf. 1 Tim 4,14). Sed una brisa que llene de alegría y esperanza cristianas la plaza humana de los hombres y mujeres a los que el Señor y su Iglesia os envían. Enhorabuena. Que nuestra Madre la Santina y los Mártires Seminaristas de Oviedo os acompañen y os bendigan.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Catedral de Oviedo, 9 junio de 2019

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