Santos y beatos

San Melchor de Quirós

El primer, y hasta el momento, único santo asturiano fue canonizado por San Juan Pablo II en el año 1988. Para celebrarlo, cientos de asturianos viajaron a Roma para acompañar al fraile dominico de Cortes, que murió martirizado en el territorio conocido hoy como Vietnam, entonces Indochina.

 

Biografía del libro “San Melchor de Quirós: un santo para Asturias. Silverio Cerra Suárez

Un niño de aldea

Abril de 1821 caminaba hacia su final. Por toda Europa hervía el romanticismo. En la isla atlántica de Santa Elena agonizaba Napoleón. Más allá, en América, Itúrbide, Bolívar y San Martín daban los últimos pasos hacia la independencia de las colonias. En España Fernando VII acababa de quitar la jefatura del gobierno al riosellano Agustín Argüelles, y se agudizaban los conflictos entre los absolutistas y los liberales. Estos, embriagados de entusiasmo, llenaban las ciudades con sus periódicos y sus himnos. Aquí, en el sur del valle quirosano, bajos las aristas de Peña Rueda, pirámide de caliza de más de 2.000 metros de altura, la aldea de Cortes se desentumecía de la helada quietud del invierno y se entregaba al trajín de la siembra. La retorcida “caleya” que articulaba el breve caserío iba perdiendo su barro. Y el sol daba más brillo cada día a las paredes de piedras gris-amarillenta y a los tejados rojizos salpicados de líquenes.

En la parte baja del pueblo junto al camino se encogía una casita. Las madreñas se alinean en su reducida antojana. Tras la puerta ennegrecida avanza un corto pasillo, flanqueado pro el vasar. A su izquierda se abre el amplio cuadrilátero del hogar. En el centro de apilan tizones apagados. De lo alto penden las calamiyeras, donde se cuelgan potes y calderos para ponerlos al fuego. A la pared del fondo se arrima el “escanu” asiento colectivo de la familia. Enfrente un ventanuco deja ver los picachos del Aramo. En lo alto, las tablas ralas del “sardu” o desván donde se ahúman las carnes y embutidos. A la derecha una puerta de goznes chirriantes deja paso a la sala principal de la casa, donde varias camas se alinean entre los arcones que guardan la ropa. Y cubriéndolo todo el tejado de teja vana.

En esta pobre vivienda que ocupaba en Cortes el matrimonio de Juan García Sampedro y Francisca Suárez nació el día 28 de abril de 1821 el primero de sus siete hijos. Según la costumbre, al día siguiente le bajaron a bautizarse en la parroquia de San Esteban de Cienfuegos. El largo camino estaba rodeado de primavera: margaritas y narcisos pululaban en las praderas; millones de brotes se abrían en los bosques de alrededor. En nombre del párroco le bautizó Fr. Clemente Rodríguez, monje cisterciense. Fueron padrinos sus tíos Diego García Sampedro, cura párroco de Tuiza, y Teresa Suárez. Le pusieron de nombre Melchor.

La madre era natural de Cortes; el padre, de San Pedro de Arrojo, en la parte baja del valle de Quirós. Al casarse se establecieron en la aldea materna. Allí eran labradores, pacíficos y honrados, pero escasos de bienes. Antes habían disfrutado de mejor situación, más una serie de circunstancias desafortunadas los habían empobrecido. En su carácter destacaban la generosidad afectuosa del padre y la firme solicitud de la madre.

Ambos eran profundamente cristianos. El templo parroquial estaba en Cienfuegos, distante de Cortes una legua de mal camino. El alejamiento y la dificultad del trayecto, sobre todo durante épocas de lluvia o nieve, les impedía muchos domingos y fiestas bajar hasta Cienfuegos para oír misa. Suplían su falta con el rezo del santo rosario y otras oraciones que recitaba la madre. Más adelante, los vecinos de Cortes por iniciativa del padre de Melchor deciden, corriendo ellos con todos los gastos, arreglar la capilla del pueblo y traer un sacerdote que les diga misa los domingos.

La madre de Melchor fue la primera en enseñarle a rezar y darle las nociones elementales de los misterios de la fe. El niño conservará toda su vida la forma y orientación de las devociones recibidas en el hogar: la devoción a la Pasión y a los Dolores de Nuestra Señora. Y, sobre todo, el rosario que se rezaba en al cocina todos los días tras anocheces. Pronto comenzó Melchor a dirigir su rezo; y desde entonces tomó la costumbre de rezarlo de rodillas, como hará el resto de su vida. Otra práctica que asimila en el hogar es la limosna: con frecuencia llegaban pordioseros al pueblo; su familia les daba cobijo y parte de la frugal cena; y era Melchor quien les atendía y guiaba luego al pajar donde habrían de pasar la noche.

Con las primeras devociones y la caridad, se van grabando en su alma de niño otras inclinaciones duraderas: el trabajo constante, la austeridad sacrificada, el servicio entregado. Se inicia en el apostolado enseñando las oraciones a otros niños, sobre todo a sus hermanos; y luego enseñando el catecismo y las oraciones a los niños pobres que se hospedaban en casa. Su carácter mostraba entonces viva emotividad y una inclinación a la melancolía, que se refleja en cierta facilidad para el llanto. Una emotividad semejante parece perdurar posteriormente en sus reacciones, en su sensibilidad y en sus devociones.

Aunque la vida en Cortes era tranquila y feliz, la situación económica era estrecha, y más al aumentar la prole. En los años de escasez no veían modo sus padres de satisfacer las necesidades de la casa. Por ello, cuando Melchor tenía siete años, decidieron trasladarse a la parroquia de San Pedro de Arrojo, lugar natal del padre, donde esperaban encontrar mejores posibilidades de sostener la ya numerosa familia.

 

Primeras letras

Así, en 1828 la familia de Juan y Francisca se establece en San Pedro de Arrojo, no lejos de la iglesia parroquial, magnífico templo románico, muy valioso por su portada y ábside. Esta cercanía les ofrece ocasión para intensificar la práctica del culto. Y Melchor empieza a tratar con frecuencia al párroco. Era éste D. Antonio González Palacios, sacerdote lleno de piedad y devoción a la Eucaristía. En contra de las tendencias del tiempo que, exagerando el respeto, la reverencia y la pureza del alma que se debe tener para comulgar, retrasaban hasta muy tarde la primera comunión de los niños y alejaban a los fieles de los sacramentos, él, al contrario, recomendaba su asidua recepción. En el trato cercano con este sacerdote el niño Melchor desarrolló su piedad, asistiendo a misa con frecuencia, confesándose y recibiendo enseguida, a la edad entonces inusitada de siete años, la primera comunión. En adelante comulgará con gran frecuencia. Las gentes de Arrojo recordaba después la devoción y el fervor con que permanecía arrodillado dando gracias al final de la misa.

En 1833 D. Antonio es trasladado a la parroquia de Gallegos. Le sustituye D. Rodrigo Fernández Castañón que regirá la parroquia hasta su muerte en 1849, sacerdote igualmente piadoso y preocupado de que sus feligreses reciban con frecuencia los sacramentos, que son la base de la santificación.

Sus padres, además de atender al progreso espiritual, no descuidan la preparación cultura de sus hijos. A pesar de su estrechez económica procuraron que realizaran unos estudios que les permitiesen desempeñar un papel social más cualificado. Así, tras aprender las primeras letras en Arrojo, como Melchor mostrara deseos de dedicarse a la Iglesia, deciden enviarle a la academia particular o preceptoría que el exigente dómine D. Vicente Álvarez, reputado profesor de latín, regía en Bárzana, capital del concejo de Quirós, en un bajo del ayuntamiento.

Estos dómines, presentes en los pueblos y villas del Principado, ofrecían un valioso servicio a las familias que deseaban preparar a su hijos para los estudios superiores y no disponían de medios para enviarlos a la capital. Con pocos gastos podían los niños realizar los estudios de latín y humanidades, después de lo cual les era posible examinarse de ingreso en la universidad para matricularse luego en el primer ciclo de Artes o Filosofía, y completar a continuación una carrera universitaria.

En 1832, a los once años, comenzó Melchor a asistir a la preceptoría de D. Vicente en Bárzana. Todos los días tiene que madrugar. Después de ayudarles en los cuidados matinales del ganado, se despide los suyos y sale, pobremente abrigado, calzando madreñes en invierno o alpargatas en verano, para caminar los casi tres kilómetros que separan su casa de la clase. La madre le ha metido comida en un fardel o pequeño saco (una sardina salona o un huevo duro o un trozo de longaniza con un poco de queso y un pedazo de pan o boroña). Durante el camino repasa las lecciones. Al terminar la clase de la mañana se retira a un rincón para tomar su frugal colación. Acabada la clase de la tarde, regresaba por el mismo camino estudiando la lección del día siguiente. Cerca del anochecer llegaba al hogar. Aquí completaba el estudio; daba lecciones a los hermanos más pequeños; rezaban el rosario. Y tras la no abundante cena, se retiraba a descansar, a no ser que los deberes marcados por D. Vicente le obligasen a prolongar la vigilia.

Así vivió Melchor durante tres años: estudiando latín y humanidades, yendo y viniendo a Bárzana sin más interrupción que los días de fiesta, consagrados a las prácticas religiosas, o las vacaciones estivales, dedicadas a trabajar con los suyos en las tareas del campo. Fueron intensos años de esfuerzo y crecimiento; en ellos no sólo se vigorizó el carácter y el sentido de disciplina y sacrificio del futuro misionero y mártir, sino que aprovechó tanto en los estudios que años después sería tenido por uno de los mejores latinos de la Universidad de Oviedo.

 

Esfuerzo y piedad de un universitario

Melchor ha cumplido ya los catorce años. Están completos sus estudios de lengua latina. Tiene asimilados los conocimientos que el dómine D. Vicente le podía enseñar. Sus padres deciden asumir el sacrificio que para ellos supone el enviar a su hijo mayor, cuando más útil les podía ser para el trabajo, a estudiar en la Universidad de Oviedo. Las matrículas, estancias y libros no eran ciertamente tan costosos como ahora, pero a ellos el bajo nivel de sus ingresos se los hacía muy gravosos.

Pero se deciden. Y un día al comenzar el mes de octubre de 1835 Melchor sale de Arrojo, sube hacia Bermiego, pasa junto al santuario de la Merced y cruzando por Rebollada, Pedroveya y Peñerudes baja hasta el valle del Nalón para entrar en Oviedo por La Manjoya. Probablemente le acompañaba su padre, que el mismo día retornó a Quirós, tras dejarle acomodado en la posada de María García Mata en la calle Oscura, elegida por recomendación de Félix Fernández Prada, compañero de estudios en Bárzana que residía allí.

Al día siguiente se inscribe para los exámenes de ingreso en la universidad. Superados éstos con brillantez, se matricula en el primer curso de la Facultad de Artes o Filosofía, que constituía el ciclo de estudios previos a la Teología. Terminar éstos era su meta para luego ordenarse de sacerdote. No corrían aires favorables para el clero: precisamente en aquellos días Mendizábal, que apenas llevaba un mes de jefe de gobierno, suprimía las comunidades religiosas e iniciaba la desamortización de los bienes eclesiásticos. Pero no esta ni otras sacudidas harán vacilar la trayectoria del joven quirosano. Permanecerá en la universidad diez años, y culminará sus estudios en 1845 con el bachillerato en Teología.

La universidad ovetense estaba aún recuperándose de las dispersiones, cierres y agitaciones que había sufrido desde la invasión napoleónica, y colocaba las bases para el esplendor que alcanzaría a finales del s. XIX. Entre los profesores que tuvo Melchor merecen recordarse: León Salmeán (1810-93), gran naturalista y químico, director del Observatorio Meteorológico y autor de notables experimentos físicos; José de Posada Herrera (1814-85) que le enseñó matemáticas antes de dedicarse a la política y marcharse de Oviedo en 1840; el polifacético Benito Canella Meana, padre de Fermín Canella, que años después conservaba un recuerdo entusiasmado de nuestro santo. Entre los eclesiásticos destacan Fr. Manuel Caso y Parte (1777-1844), de Coya, pionero del periodismo asturiano, profesor de Lógica y más tarde también de Teología; el ovetense Juan Jerónimo Couder (1778-1844), docente de Filosofía natural, Lógica, Metafísica e Instituciones teológicas; el canonista piloñés Francisco Fernández Cardín (1811-82); así como los teólogos lenenses José Fernández Castañón y Fr. Francisco Lavara.

El desarrollo de sus estudios muestra un progreso constante. Al comienzo se perciben en sus exámenes deficiencias ortográficas y de expresión, indicio de fallos en la instrucción primaria. Otra dificultad concomitante era la escasez de medios, debido a la cual no pudo disponer algún curso ni siquiera de libros de texto propios, debiendo estudiar con libros prestados por algunos amigos, sobre todo Victoriano Guisasola. Quizá por humildad o por ser real, él solía quejarse de su falta de memoria, lo que le obligaba a realizar un esfuerzo superior para dominar las materias y merecer las brillantes notas que conseguía al final. En los primeros cursos sus exposiciones se manifiestan embarazosas y pegadas al libro, pero más adelante hace los exámenes con amplia visión sintética, dominio de la materia, soltura y expresión original. Pese a las lagunas de su preparación inicial, su esfuerzo, constancia y trabajo fueron tales que en la mayoría de los cursos obtuvo la calificación de sobresaliente y la nota inferior no bajó de notable. Este progreso hizo que al acabar fuese considerado como uno de los alumnos mejores de la universidad. Por sus altas calificaciones, y dada la pobreza familiar, le fue concedido gratuitamente el título de bachiller en Teología al finalizar el curso 1844-45. Incluso en el último año de carrera la universidad le nombró profesor sustituto de Lógica, lo que le abría el camino de la docencia universitaria, que seguirían todos los demás que fueron entonces sustitutos. Esto despertó en sus padres la expectativa de verle en pingües cargos y recibir de él ayuda económica en su necesidad, lo cual hizo luego más dura y meritoria la opción misionera.

¿Qué género de vida llevaba? Los primeros años de su estancia en Oviedo se albergó en la posada de María García Mata, en la calle Oscura. Convivía allí con otros estudiantes. D.ª María le cobraba veinte reales al mes por el hospedaje y la preparación de la comida. Los alimentos se los enviaban periódicamente sus padres desde Quirós. Su conciencia de la pobreza y del esfuerzo familiar le empujó a ayudarse dando clases particulares a otros estudiantes y haciendo suplencias a maestros en una escuela junto a San Juan y en otra de la calle de San José. Pasado algún tiempo, la hospedera, por propia iniciativa, le rebajó la cuota mensual de la pensión a la mitad pues, como escribió a sus padres: “No da que hacer y mira por los demás”.

Durante los veranos volvía a Quirós. Ayudaba a su familia en las faenas de cuidar el ganado, labranza o acarreo de leña. El resto del tiempo lo dedicaba al estudio o la piedad. Todos los días oía la santa misa, si otras ocupaciones no lo impedían. Enseñaba la doctrina cristiana a los niños y los preparaba para la recepción de los sacramentos.

Su disposición para el trabajo y la necesidad de encontrar alguna ocupación remunerada para subvenir a sus necesidades y, si fuera posible, ayudar a sus padres, le llevaron a solicitar del Cabildo Catedral de Oviedo la plaza de preceptor en el Colegio de San José. Esta institución había sido fundada por el Arcediano Pedro Díaz de Oseja en 1662 para acoger un grupo de niños a los que se formaba en humanidades, latín y música. Lo dirigía un canónigo, auxiliado por un preceptor a cuyo cargo corría la educación de los colegiales. Este puesto se confiaba a estudiantes avanzados en la carrera, serios, responsables y virtuosos. En noviembre de 1843 quedó vacante esta preceptoría, y entre los aspirantes el Cabildo escogió como el más adecuado a Melchor que cursaba entonces cuarto de Teología. Los emolumentos de preceptor, muy disminuidos tras la desamortización, consistían en la manutención y 320 reales al año. Pero con ello pudo Melchor dejar la posada de la calle Oscura y aliviar a su familia de los gastos de su estancia en Oviedo.

Su forma de desempeñar el cargo queda visible en el respeto y el recuerdo cariñoso que le guardaron los alumnos, a quienes mucho dolió su partida, y también en el aprecio mostrado por el Cabildo las dos veces en que acudió a él con peticiones. Así el 30 de agosto de 1844 le solicitó una subvención para vestirse y graduarse en Teología; y el 6 de septiembre acuerdan darle “cuatrocientos reales… en recompensa de sus servicios y adelantamiento de su carrera de Teología”. En 1845, al proyectar irse a las misiones, vuelve a pedirle ayuda, pues “ni tiene de dónde suplir los gastos ni la escasa fortuna de sus padres le puede socorrer en este apuro, para salir de él sin desistir de su proyecto”. El Cabildo “acordó, en consideración a sus buenas prendas, concederle quinientos reales”, con los que pudo seguir adelante.

Aquellos años de estudio universitario no fueron para el joven Melchor tiempo de disminución o pérdida de la fe, ni siquiera de disipación moral. Antes bien, al par del avance intelectual y académico, se da en él un progreso espiritual, una maduración interior, una clarificación sobre la dedicación de su vida futura al servicio de la Iglesia y de los demás en el campo más difícil que se le ofrecía. Sus conocidos le recordarían siempre como hombre modesto y laborioso, de vida retirada y alejada de diversiones. No se le veía en los lagares, en las paradas de la milicia, ni en la bolera de San Lázaro. No era el suyo retraimiento egoísta, pues era generoso, servicial y preocupado por el bien de los demás, sino para dedicarse al trabajo ya la piedad, al estudio y a la oración. Se confesaba todas las semanas. Oía misa y visitaba al Santísimo Sacramento todos los días en la iglesia de los dominicos o en la Catedral. Y cultivaba con mayor intensidad si cabe las devociones de la infancia: con la Eucaristía, la Santísima Virgen, que está presente en todos sus escritos y en todos los días de su vida por el Rosario, comenzado a rezar de rodillas en el hogar paterno. En Oviedo pasaba horas ante el altar de la Virgen del Rosario en la iglesia de los dominicos o ante el altar de la Virgen de los Dolores en el antiguo templo de San Juan; aquí tenía su sede la congregación de los Servitas, dedicados a venerar y contemplar los Dolores de Nuestra Señora al pie de la Cruz; en ella entró Melchor el día 25 de marzo de 1844, en compañía de sus íntimos amigos Victoriano Guisasola, futuro arzobispo de Santiago y José María Robés.

La estima y cariño que mereció de quienes vivieron cerca de él no habría de disminuir al marcharse de Oviedo. Sus cartas y recuerdos eran conservados y comentados con afecto. Y cuando llegó la noticia de su martirio, todos expresaban la opinión de que tal fin no les resultaba extraño, sino como algo lógico y consecuente en la extraordinaria vida del joven que habían conocido.

 

¿Cómo entregar totalmente la vida?

En 1845, Melchor se titular de bachiller en Teología. Tiene 24 años. Ya es momento de plantearse la forma de vida que debe seguir. Ante él se abre la posibilidad de la docencia universitaria, con la perspectiva de pronto alcanzar también una prebenda catedralicia. Puede así tomar un camino de ascenso social y de prosperidad material. Además, en aquel momento una familia ilustre de Asturias le ofrece una parroquia de presentación laical en su mismo concejo de Quirós. De ambas maneras solucionaría su porvenir económico y podría ayudar a su familia, que vivía estrechamente y hasta con deudas, acrecentadas sobre todo por pagarle los estudios y también pro redimirle del servicio militar abonando la cuota de exención.

Pero la decisión que adopta no se basa en su conveniencia personal ni siquiera en el interés familiar. La austeridad, trabajo y piedad de su infancia y adolescencia, la constante exigencia sobre sí mismo y preocupación por los demás, la profundización espiritual lograda en varios años de estudio y oración en Oviedo, le impulsan a dedicar su vida a una tarea del máximo sacrificio en el servicio a los demás y la entrega a Cristo.

Decide así irse a las misiones; además, a las más difíciles, aquellas de donde venían noticias de martirios, a la Indochina. Como cauce para realizar esta vocación escoge la orden dominicana, la orden del rosario, conocida en el convento ovetense de Santo Domingo, que le atrajo por su ferviente culto a María y por el heroísmo de sus misioneros y mártires del Tonkín. Su entusiasmo contagió a su amigo Victoriano Guisasola para que le acompañase, pero le fue imposible en el último momento.

El deseo y quizá el propósito de dedicarse a las misiones de infieles era algo que Melchor llevaba dentro ya mucho tiempo. En una de sus vacaciones quirosanas estaba junto a un manzano que él mismo había plantada y, al preguntarle una mujer anciana que pasaba por allí cuándo daría fruta, la respuesta del joven fue que, cuando la diese, él estaría muy lejos convirtiendo infieles. Lo mantuvo, sin embargo, secreto durante  los años de estudio, pero al terminar, es ya una opción firme que no se vuelve atrás pese a ruegos y obstáculos.

Varias personas, en efecto, le aconsejaron que desistiera de ir tan lejos, dejando a su familia en necesidad. Incluso algunos sacerdotes le insistieron en que reconsiderase su postura. Y sobre todo su familia le expuso la delicada situación en que los dejaba su ausencia, cuando tanto los podía ayudar. Él perseveró en su decisión. La madre, más identificada con las aspiraciones de su hijo, fue la primera en ceder; el padre siguió insistiendo hasta el último momento para que cambiase su resolución.

Poco antes de marcharse, madre e hijo visitaron el cercano santuario de la Virgen de Alba, advocación que recordará incesantemente en sus escritos desde Indochina. Al fin, un día a mediados de julio de 1845, Melchor sale temprano de casa camino del convento. La madre le acompaña un largo rato; cuando la obligan a dar la vuelta, se despidió efusivamente de él, subió a un alto y le estuvo mirando hasta que un recodo del camino apartó de su vista al hijo que ya nunca volvería a ver en esta vida. Sin embargo, no lloró, como tampoco lloró cuando trajeron la noticia de su muerte. Su padre y su hermano José siguieron con él hasta Oviedo. Allí, Juan le despidió con lágrimas y retornó sin tener valor para ver marcha a su querido Melchor. Éste, como reflejan las cartas de los años siguientes, partió con el corazón deshecho, pero sin alterar su decisión.

 

Profesión y órdenes

Amargo sacrificio dejar la familia adorada, los amigos del alma, la tierra querida, la ciudad de Oviedo donde se le ofrecían expectativas seguras de hacer carrera. Melchor no se iba amargado o frustrado, ni insensible al amor de la patria o la familia. Siempre brota en sus cartas el recuerdo de Asturias, la resonancia del bable, la imagen de Quirós y de su Virgen de Alba, así como un ardiente cariño a los miembros de su familia, sobre todo a la madre.

Es que Melchor no entra en la vida religiosa por egoísmo, por huir de responsabilidades sociales, ni siquiera por un afán de perfección individual, sino porque ella le ofrece el cauce para desarrollar su vocación de entrega a la tarea más sacrificada, a las misiones, donde veía el cumplimiento de su destino. Y la institución donde lo puede realizar es la orden dominicana, cuyo noviciado para misiones estaba en Ocaña (Toledo).

Emprende así el camino. Un una tarde calurosa de julio de 1845 llamaba a las puertas del convento de Ocaña. Este gran centro de formación se había inaugurado en 1830 y, cuando en 1836 la desamortización deshizo todas las casas dominicanas de España, fue salvado por el P. José María Morán, asturiano de El Condado (Laviana), que hizo valer el carácter de servicio a la civilización que tenía la formación de misioneros para Oriente. Aquí solicita ser admitido el joven que llega agotado por la caminata desde Asturias. Ingresa como postulante, y se dedica enteramente a la oración, al recogimiento y ascetismo, esperando el día en que le impongan el hábito de Santo Domingo. Lo recibe al poco tiempo, y el 16 de agosto comienza el noviciado, en el que convive con otro gran asturiano, Fr. Ceferino González, renovador de la filosofía escolástica y futuro cardenal.

El año de noviciado se dedicaba al retiro, la oración y el estudio que permitían al novicio profundizar en las normas y el espíritu de la orden. El fervor y la observancia mostrados por Melchor en este tiempo dejaron impresionados a quienes le conocieron. El maestro de novicios Fr. Blas Corbera escribiría que nada se exageraba al exaltar sus cualidades, porque “verdaderamente era un ángel”. Sus compañeros retuvieron una imagen imborrable de su bondad y no tenían palabras para ponderar su esmero, su piedad y su humildad. Su vida espiritual creció en intensidad. La disciplina regular aumentó el dominio de sí, la fuerza de voluntad y constancia que ya admiraban sus amigos de Oviedo. Respecto a la profundización que logró en la espiritualidad dominicana y a la identificación con su estilo de vida, escribiría más tarde Mons. Berrio-Ochoa, su sucesor en el episcopado: “Este digno hijo de Santo Domingo leía con frecuencia las leyes de su Padre y ponía especial empeño en cumplirlas con la mayor fidelidad. Para mi confusión he de confesar que un día, hallándome con él, me hizo varias preguntas acerca de algunos preceptos en los cuales yo apenas me había fijado durante mi noviciado, porque me parecía que no tenían gran importancia.

Melchor, apenas terminado el tiempo prescrito de noviciado, es admitido a la profesión que realizó al año justo, el día 16 de agosto de 1846. Una vez profeso, comienza a preparar su ordenación sacerdotal. Recibió las órdenes menores y el subdiaconado en diciembre de 1846. Se ordena de diácono en la cuaresma de 1847. La consagración sacerdotal tuvo lugar en Madrid el 20 de mayo de 1847. Melchor buscó la forma de que el obispo ordenante fuese el titular de Canarias, Mons. Romo y Gamboa que sufría entonces destierro de su diócesis por enfrentarse a la política anticlerical de los liberales y reivindicar los derechos de la Iglesia.

Tras la ordenación, retorna inmediatamente a su convento de Ocaña para disponer la primera misa. Esta se celebró el día 6 de junio con toda la solemnidad que en los conventos se otorga a tal ceremonia. Melchor, que tuvo a su hermano Manuel de monaguillo, relata su emoción en cartas a la familia y a su íntimo amigo Bernardo Fernández a quien dice: “Apenas puedo decirte lo que ocurrió, porque mi cabeza, si es que tenía cabeza…, quedó sin el ejercicio de sus funciones. Sólo con ver la bandera de la torre temblaba, y no podía pensar en tal día sin experimentar tal angustia que casi me impedía el habla; pero la salida del noviciado conmoverá a las piedras; llega la comunidad a la puerta con la cruz y los ciriales; entran los padrinos y el maestro de novicios, y sacan al sacerdote, llevando solamente estola él y los padrinos; el cantar entona el Pange lingua, y sigue la procesión por el claustro a la iglesia hasta el altar mayor. Reflexiona cuánto me impresionaría esta ceremonia. En la misa, para mi descanso, hubo sermón que duró más de una hora. Sólo te digo en compendio que era un extracto del Crisóstomo sobre el sacerdocio… En cuanto al obsequio, aunque de frailes, no dejó de estar muy bueno”.

La devoción eucarística de Melchor, ya se remontaba a su infancia. Se acrecentó durante los años de estudio de Oviedo. Y ahora, el recibir la ordenación y no sólo asistir o participar en la misa, sino “tocar inmediatamente al hijo de la Virgen Purísima” y ser en su pecho “la custodia del cuerpo y sangre de Jesucristo”, le llena de asombro y emoción reverencial. En adelante la misa, cada día celebrada con mayor atención y fervor, nunca será una ceremonia rutinaria, sino el centro de su vida.

 

Camino de las misiones

Melchor permanece aún nueve meses en Ocaña para completar algunos aspectos de su formación dominicana. Entre tanto va disponiendo el viaje hacia las misiones de Oriente. Proyectaba visitar a sus padres, pero en ese preciso momento le llega la orden de partida. En una carta desahoga con ellos su peña: “Pocos días antes estaba arreglando mis cosas para hacer a ustedes una visita, única cosa que en este mundo deseo; por ella daría la mitad de mi vida, y por decir una misa en la capilla de Alba daría un ojo de la cara… Mas aquello que más amamos es lo que ofrecer debemos al Señor. Cuesta mucho, lo confieso, pero muchos vale lo que mucho cuesta.

Así, el 7 de marzo de 1848, con otros cinco dominicos toman en Cádiz la fragata Victoria camino de las Filipinas. La navegación, incómoda y lenta, rodeando África por el cabo de Buena Esperanza, duró cuatro meses y medio, durante los cuales cumplió los 28 años. Al fin, el día de Santiago desembarcaron en Manila.

Ya está cerca de la meta de sus afanes. Sin embargo, otra vez tiran de él para desviarle hacia otra tarea. Los superiores que conocían, además de la piedad y espíritu de sacrificio, el talento y la capacidad de trabajo del joven religioso, le habían dispuesto una cátedra de filosofía en la gloriosa universidad de Santo Tomás, de Manila.

Melchor lo ve como otro obstáculo en su camino. Con la debida humildad se presenta a los superiores y les ruega que le permitan ir a las misiones del Tonkín. Él creía que el designio de Dios sobre su vida no era enseñar filosofía a los jóvenes filipinos y vivir reposadamente en el convento de la capital, sino en irse al difícil y arriesgado trabajo de convertir infieles y sufrir las fatigas y penas que esa tarea comportaba. Le oyen, y el 16 de agosto le dispensan del cargo docente y le asignan a aquella misión.

Mas, antes de partir hacia el Tonkín, considera que debe cumplir una obligación de caridad con su familia. Recuerda la pobreza en que quedaban sus padres y sus seis hermanos (aunque Manuel estaba en Madrid ayudado por los dominicos). Y que desde las misiones jamás podrá acudir en su ayuda, ya que posiblemente ni siquiera volverá a salir de Indochina. Entonces con permiso de sus superiores recoge algunas limosnas en Manila, y por medio de la orden las envía a Quirós como ayuda y muestra de afecto a la familia. Satisfecha esta inquietud y cumplidos los demás compromisos, Melchor se dispone a embarcar hacia el Tonkín, a pesar de que estaba prohibida la entrada de europeos en aquel país.

 

Las misiones de Tonkín

El Tonkín comprende la parte septentrional del actual Vietnam. Al norte limita con China. Su frontera occidental y parte de la meridional son comunes con el reino de Laos, mientras que al este es bañado por el océano Pacífico que forma en sus costas el amplio entrante del Golfo de Tonkín. Este país ha vivido bajo la influencia secular de China, que ha modelado sus instituciones y costumbres. Tras múltiples avatares Nguyen-Anh logró en 1802 reunir el Tonkín y la Cochinchina en un solo imperio, el Viet-nam con capital en Hué, y fundó la dinastía Nguyen que duró hasta 1955. El Tonkín estaba administrado por un mandarín residente en Kecho.

La Iglesia llevaba siglos presente en el Tonkín. El comienzo de la misión se remonta a dominicos y franciscanos españoles y portugueses que llegaron en el s. XVI, pero las guerras impidieron su estabilización. Al fin en 1626 los jesuitas se establecieron duraderamente, destacando el P. Alejandro Rhodes que dio gran vigor a la misión con la formación de catequistas, que mantuvieron el cristianismo a través de persecuciones y expulsiones de misioneros (la primera ya en 1663).

El Tonkín está atravesado de NO a SE por el río Song-Kai o río Rojo, que lo divide en dos partes casi iguales. Este río sirvió en 1678, dos años después de llegar los primeros dominicos desde Filipinas, para dividir el país en dos vicariatos apostólicos o diócesis, el occidental, confiado a sacerdotes franceses, y el oriental, donde trabajaban varias instituciones eclesiásticas hasta que la Santa Sede lo confió exclusivamente a los dominicos españoles de la provincia del Santísimo Rosario de Filipinas.

Era aquella una misión de tremendas fatigas: a las grandes diferencias en lengua, costumbres o hábitos alimenticios, se añadían allí el calor, la humedad, la falta de higiene, las hambres y epidemias, las inundaciones, la carencia de comunicaciones, los bandidos y los mandarines, despóticos y corruptos. Por ello, para dedicarse a estas misiones, no bastaba la buena voluntad, sino que se precisaba, además de un talento notable, gran resistencia física, coraje y vigor moral a toda prueba.

Los dominicos desarrollaron un trabajo heroico. Y sus misiones del Tonkín merecieron ser consideradas como cristiandades modélicas por su fervor y buena organización, a pesar de las dificultades y persecuciones. Durante éstas los cristianos, incluso niños, murieron a millares confesando su fe. Sus maestros religiosos habían sido santos, que fueron a evangelizarlos sabiendo que esto los exponía a la sentencia de muerte. Su sacrificio hizo arraigar tan profundamente la fe en aquel pueblo, que superó incesantes adversidades, las cuales por desgracia no han cesado todavía.

En efecto, la Iglesia del Tonkín se fundó y creció bajo una persecución apenas interrumpida. Durante el s. XVIII hubo fuertes persecuciones. Al fin, bajo el emperador Nguyen-Anh o Gia-Long disfrutaron de relativa paz, pero su hijo y sucesor Minh-Manh (1820-1841) comenzó una persecución que sobre todo desde 1833 adquirió una temible virulencia. Amainó un tanto entre 1841 y 1847 bajo Thieu-Tri, para reavivarse ferozmente bajo el emperador Tu-Duc (1847-88). Este ya emitió en 1848 un decreto ofreciendo 300 onzas de plata al que entregase un misionero europeo. Pero la fase más cruel duró desde 1856 a 1863. En este tiempo murieron seis obispos, 40 religiosos dominicos y varios miles de cristianos. Se aplicaba entonces la pena de muerte a:

  1. Los misioneros europeos que entrasen en el reino.
  2. Los tonkineses que los albergasen o protegiesen
  3. Los que predicaran a Jesucristo

La persecución trastornaba la vida de la comunidad. La administración de los sacramentos y la predicación se hacían sumamente difíciles. Los padres debían ocultarse, viajar de noche guiados por católicos de confianza, vistiendo los disfraces más inverosímiles. La misa solían celebrarla durante las horas nocturnas, con vigilantes apostados por si había que huir inmediatamente. En esta situación era decisivo el papel de los catequistas y de los cristianos convencidos para iniciar a los catecúmenos y reunir a los fieles donde el misionero los pudiese atender.

 

Melchor, misionero en el Tonkín

El novel misionero asturiano es asignado en agosto a las misiones del Tonkín. Y sin demorarse, el 7 de octubre del mismo año 1848, pese a los decretos persecutorios dados por Tu-Duc, se embarca para Macao, con objeto de entrar en el territorio misional desde China, pues la proximidad facilitaba el acceso en la primera ocasión propicia.

El 3 de febrero de 1848 sale de Macao hacia el Tonkín, hacia un país donde al misionero europeo le era imposible ocultarse mucho tiempo, lo que en aquella persecución equivalía a ir al encuentro casi cierto de la muerte. Una semana después, el 10 de febrero llega a La-Phú cerca de la frontera chino-tonkinesa. Desde aquí se embarca para el Tonkín, pero debe retornar por falta de viento tras día y medio de esfuerzo inútil. El 25 de febrero lo vuelve a intentar y a los tres días, el 28 de febrero de 1849, logra por fin entrar en el vicariato oriental.

Ese era el único vicariato existente al este del río Song-Kai. Su obispo era el P. Jerónimo Hermosilla que tenía como coadjutor al P. Domingo Martí. Ante el crecimiento de los fieles en su vicariato, el P. Hermosilla había solicitado de la Santa Sede la división del mismo. Pío IX accedió a su demanda y el 5 de septiembre de 1848 dio un decreto dividiéndolo en dos vicariatos independientes, el oriental, confiado al P. Hermosilla, y el central, del que se nombraba obispo al P. Martí. A la vez el Papa firmó dos bulas facultando a cada uno para que eligiese un obispo coadjutor. El portador de estas bulas y del decreto de división era Fr. Melchor. Hasta el 17 de marzo no pudo llegar a Dong-Xuyten, donde estaba el vicario apostólico P. Hermosilla a quien se presentó y entregó los documentos, permaneciendo allí un mes. A los seis días de su llegada hubo una especie de sínodo de misioneros bajo la presidencia de Mons. Hermosilla para poner en práctica las decisiones pontificias: se dividieron los vicariatos; y como coadjutores fueron elegidos Fr. José María Díaz Sanjurjo para el central, y para el oriental Fr. Hilario Alcázar. Escogieron el día de Pascua, 5 de abril, para la consagración de ambos en el mismo pueblo de Dong-Xuyen.

Fr. Melchor queda de momento asignado al nuevo vicariato oriental, y tendrá en el P. Alcázar su consejero y confesor. Hizo un gran esfuerzo por adaptarse totalmente al ambiente indochino. Usaba los alimentos y el traje del país del modo más normal. Hasta cambió su nombre según el estilo tonkinés de tomarlo de realidades concretas, adoptando el nombre de Xüyen, que significa río. En Nam-Am, vicaría provincial del oriental, se dedicó al estudio de la lengua anamita, extraña y remota para gentes de mentalidad latina. Lo hizo con tal provecho que pronto la domina y puede entenderse con los nativos.

Antes de un año ya puede confesar y predicar en tonkinés. Entonces se dedica al ejercicio apostólico con todas sus fuerzas. La espera de muchos años se desborda en actividad: viaja, bautiza, confiesa, predica asiduamente. Y, lo que llama más la atención por el esfuerzo que supone y el dominio del idioma que revela, empieza a editar y distribuir a los fieles textos en su propia lengua; unos, escritos por los misioneros que le precedieron, otros, compuestos por él mismo. Así en Lien-Thuy sostuvo una imprenta de caracteres chinos.

Su entrega a la evangelización y a la ascesis alcanzó tal intensidad que “por el temor de que se hiciese inútil para el trabajo, fue necesario, en diferentes ocasiones, amonestarle con benevolencia, y aún reprenderle para que mitigase sus mortificaciones” (P. Alcázar). En efecto, no sólo ayunaba los ochos meses prescritos en las constituciones dominicanas, sino mucho más. Y nunca dejaba el cilicio. Sentía, quizá por el clima tropical, fuerte necesidad de dormir, sin embargo, se vencía hasta el punto de escribir a su familia: “No me acuerdo de cuándo me amaneció en la cama”. La resistencia física, la austeridad y capacidad de sacrificio cultivadas desde la infancia le servían de preparación remota a la vida misionera. Más a pesar de la ruda exigencia y de la dureza de su vida, no era duro de corazón, sino que, como dijo a su sucesor: “Cuando alguien me pide alguna gracia o algún servicio, mi pobre corazón no tiene valor para negárselo, si no veo que sea contrario a la justicia. Este no es efecto de virtud, es una inclinación natural, y temo que en alguna ocasión me haga pasar los límites asignados por la recta razón”.

Estas cualidades de entrega, bondad y eficacia enseguida fueron percibidas. Ellas le atrajeron la estima y admiración de los otros misioneros. Y para los fieles vietnamitas terminó siendo objeto no sólo de respeto, sino de auténtica veneración.

Su trabajo de difusión de la fe e implantación de la Iglesia resultó especialmente fructuoso en los primeros años, en que la persecución amainó un tanto en los vicariatos central y oriental. En efecto, en 1849 una peste de cólera soló el país; durante ella las autoridades, preocupadas por salvar la vida, dejaron a un lado la persecución. Luego los mandarines, temerosos de las calamidades que les podía acarrear su crueldad contra los cristianos, estuvieron remisos un tiempo en la aplicación de los decretos. Esto permitió unos años de esplendorosa labor misionera.

El 30 de julio de 1850 el Consejo de Manila acuerda asignarle al vicariato central. Éste, llamado vicariato del Bui-Chu, abarcaba 1.073 km2, a los que se deben añadir los 2.207 km2 del Tai-Binh, unidos entonces también a esa jurisdicción. El número de cristianos oscilaba en torno a los 150.000. Aquí es Fr. Melchor provicario provincial de los dominicos hasta 1852, en que le nombran vicario hasta 1855. El 26 de octubre de 1852 es nombrado vicario general de la diócesis o vicariato central. Tanto esfuerzo le debilita, y en abril de 1853 estuvo enfermo y con fuertes dolores en los pies.

 

Obispo

La persecución se renueva y recrudece con unos edictos de 1854. Una amenaza constante pesaba sobre Mons. José María Díaz Sanjurjo, responsable de la diócesis desde la muerte de Fr. Domingo Martí en 1852. Esto hacía muy recomendable la elección de otro obispo, que le ayudase en las tareas pastorales y le sucediese, si era apresado, a fin de que la comunidad no quedara sin pastor en aquella tan atribulada situación.

El 1 de diciembre de 1854 llega el vicario apostólico un breve papal dándole la facultad de escoger entre los misioneros europeos un obispo coadjutor para el vicariato. La designación unánime recayó en Fr. Melchor. Este reunía las cualidades de ciencia, virtud, celo y espíritu de sacrificio. Y acepta sabiendo que eso equivalía a firma una sentencia de muerte para la primera ocasión en que cayese en manos de los perseguidores. No siempre podría huir como el 6 de mayo de 1855, cuando en Tien-Cau se libró a fuerza de correr de quienes lo querían apresar.

En agosto de este mismo año, a pesar de las reales órdenes prohibiendo la entrada a los europeos, llegaron las bulas de Roma nombrándole obispo titular de Tricomía y coadjutor del Tonkín central. Aprovechando un apaciguamiento de la persecución, acordaron celebrar su consagración el tercer domingo de septiembre, que aquel año cayó el día 16. La ceremonia tuvo lugar en Bui-Chu, pueblo católico, residencia del vicario apostólico. A ella concurrieron cuatro obispos (tres españoles y un francés), doce padres europeos y treinta y seis sacerdotes indígenas. Asistió un mandarín cristiano con todas sus insignias militares, así como otros mandarines amigos y una enorme multitud, que no bajó de doce mil personas. Las autoridades de la zona al ver la movilización de gente creyeron que había permiso superior y no se entrometieron con los asistentes. Como dice el santo en cartas a su familia fue “la función más solemne que hubo en Tung-King”; “ninguno de los nacidos había visto otra semejante”. Fue aquella la última solemnidad católica celebrada públicamente en muchos años.

Tenía 34 años. Era ya obispo. Sus compañeros le eligieron como el primero de ellos. Los fieles vietnamitas le rodeaban de afecto. Pero en el fondo su corazón sufre vivamente la ausencia de la familia. Piensa, y así lo escribe luego, cuánto lloraría su pobre madre si hubiese visto aquella ceremonia.

La vida de entrega y sacrificio que llevaba como misionero se intensifica al caer sobre sus hombres el episcopado. Su fe, esperanza y caridad, su prudencia y fortaleza han de responder a nuevas exigencias derivadas de tener la responsabilidad de una amplísima comunidad cristiana en un momento de prueba mortal. Su piedad se acrecentó: dedicaba dos horas diarias a la meditación, cuyo tema principal era la Pasión de Cristo; a veces pasaba horas de la noche en oración contemplativa. El culto constante a la Virgen, meditando los quince misterios del rosario y la corona de Dolores, era no sólo devoción sino también consuelo en aquella angustia. Una austera penitencia acompañaba esta piedad: sólo bebía agua, nunca fumó tabaco ni mascó bétel, era muy sobrio en sus comidas: estando solo nunca comía carne y ayunaba con muchísima frecuencia.

 

Bajo la tormenta persecutoria

La solemne consagración episcopal de Fr. Melchor fue como un respiro, la breve calma del huracán, un descanso antes de que se recrudeciera el agobio exterminador. Pronto volvió Tu-Duc a encarnizarse furiosamente contra aquella comunidad. En pocos años la mayoría de los obispos y sacerdotes que habían asistido a la ceremonia acabaron derramando su sangre por la fe.

Las leyes dictadas por aquel emperador eran de una increíble crueldad. Véanse algunas disposiciones: “Que se corte la cabeza a los sacerdotes europeos. Que los sacerdotes indígenas sean muertos a garrotazos. Que los alumnos y discípulos de los sacerdotes anamitas sean estrangulados. Que los dueños de las casas que hubiesen albergado sacerdotes sean tratados como ellos. Quien denuncie y haga prender a un sacerdote europeo recibirá 300 taëls de plata. Quien haga prender a un sacerdote indígena recibirá 100 taëls”. La dureza inhumana de estas leyes con frecuencia era aún acentuada por el interés y la crueldad de los mandarines encargados de ponerlas en práctica. Su aplicación rigurosa se mantuvo hasta 1863, cuando se mitigaron un tanto.

El acoso a los cristianos fue de los más terribles que se dieron en la historia de la Iglesia: la comunidad quedó dispersa, los templos destruidos; muchos sacerdotes ejecutados, otros ocultos; los tibios, vacilantes, los débiles o superficiales, apóstatas. Fue una tormenta sobre un campo en flor, una jauría de fieras sobre la pacífica grey de Cristo. Sin embargo, la firmeza de la fe sembrada se manifestó en que no sólo aguantó la agresión, sino que el rebaño siguió multiplicándose y acrecentándose la cosecha.

La paz había sido corta. La persecución se avivó enseguida. Después de la consagración, iba nuestro santo con Fr. Gaspar Fernández, asturiano de Ciaño, y otro padre navegando por el río Song-Kai que separaba el vicariato oriental del occidental. El barco que los llevaba hubo de detenerse en una aduana y los aduaneros entraron a inspeccionarlo. Los tres misioneros se ocultaron en la popa; cuando ya se consideraban presos, los inspectores dieron paso sin llegar a verlos. Otro día viajaba con el P. Manuel Riaño, santanderino, y unos centinelas los persiguen y detienen al P. Riaño, hasta que unos cristianos le libran con una estratagema.

Su vida en estas circunstancias no conocía el sosiego. En diciembre de este año escribe a su familia: “Por la noche vamos de una parte a otra; muchas veces llegamos a la medianoche y está ya la iglesia llena de gente; enseguida hago las confirmaciones, luego la misa, comúnmente con sermón; doy gracias y ya casi es de día; si hay que pasar a otro punto, y las más de las veces a pie y andando y, según costumbre del país, descalzo de pie y pierna; otras vamos en una barquilla. Este es el coche que tenemos los obispos de Tung-King; pero con él es fácil pagar los pecadillos que uno tiene”. La actividad, no por oculta menos intensa, continuaba y su fruto era perceptible. Así en diciembre de 1856 se ordenan seis sacerdotes dominicos; al año siguiente profesarían cuatro. En 1857 envía a Manila la relación de personal y de recepción de sacramentos del año anterior en el vicariato central: había 155.000 católicos.

Pero la tragedia se intensifica. Las muertes se multiplican. Uno de los primeros ejecutados en el Tonkín central fue José Tru, sacerdote indígena de 63 años. A su lado la lista de los martirizados se vuelve inacabable. Tu-Duc da una orden tajante: “Todo el que no pise la cruz sea degollado”. Así se simplificaba la tarea de jueces y verdugos. Sin embargo, los soldados se esforzaban sobre todo en descubrir y apresar sacerdotes, en especial dominicos españoles, cuya captura recibía premios especiales en ascensos y dinero. Por fin, en 1857 es apresado el más importante, el obispo Mons. José María Díaz Sanjurjo, de quien Fr. Melchor era coadjutor y sucesor. Según palabras de éste, el obispo-vicario “sentía su pecho lleno de amor divino y se olvidaba de sí mismo: lloraba los males de su pueblo y deseaba siempre ser la única víctima de expiación”.

Mons. Díaz Sanjurjo estaba oculto en Bui-Chu, pero ya le habían detectado. La noche anterior a su prisión le avisan que debe dejar aquella residencia por ser demasiado conocida y ocultarse en otro sitio más seguro. Sale con unos acompañantes, pero poco después el obispos los detiene4 y les dice: “Seguid vuestro camino, y yo volveré a la casa en donde estaba para esperar las órdenes de Dios y sufrir el martirio por amor a mi Divino Salvador”. Y dio la vuelta decididamente. A la mañana siguiente, 20 de mayo de 1857, celebró la misa por última vez. Estaba dando gracias, cuando un grupo de soldados asaltó la casa y le apresó. Estuvo en la cárcel dos meses. Y el día 20 de julio hacia mediodía le condujeron al suplicio cargado de cadenas y con una canga al cuello (La canga es un rectángulo formado por dos tablones unidos longitudinalmente y con un agujero en el medio, que se colocaba en el cuello de la víctima). El mandarín que presidía la ejecución dio orden de decapitarle; tras lo cual el verdugo tomó la cabeza por la barba y la lanzó al aire. Recogieron luego cabeza y cuerpo y hasta la tierra empapada en su sangre, y arrojaron todo al mar, cuidando que no quedase rastro alguno de las reliquias a fin de “cortar de un solo golpe la raíz de tantos males”. Las pertenencias del Sr. Díaz Sanjurjo fueron igualmente destruidas: se apoderaron de todo lo que tenía algún valor; quemaron los libros, manuscritos y estampas; se llevaron los cálices para sus festines y las casullas y ornamentos sagrados los convirtieron en trajes para los comediantes.

El martirio del obispo Díaz Sanjurjo afligió extraordinariamente a Fr. Melchor. El sentimiento de dolor se acrecentó al no poder salvar los restos o recuerdos del mártir: “Todas nuestras pesquisas para encontrar los venerables restos del prelado han sido vanas y la amargura de nuestras penas se aumenta por la privación de tan precioso tesoro; no hemos recogido más que su canga y su cadena” (sin embargo, tiempo después unos pescadores cristianos encontraron la cabeza).

Al morir Díaz Sanjurjo, quedó Fr. Melchor constituido automáticamente vicario apostólico del Tonkín Central. Por una parte, no se consideraba digno y capaz para el cargo, sobre todo, al sentirse privado de la compañía y de la experiencia de su venerado predecesor; por otra parte, recibe tan gran responsabilidad cuando las violencias de la persecución se desbordaban dejando ruina y desolación por doquier. Todo se conjuró para aumentar sus sufrimientos: los martirios, de los que cada día llegaban noticias nuevas; la dispersión que los separaban a todos sin poder comunicarse ni saber unos de otros; las enfermedades, pues los padres Estévez y Riaño cayeron enfermos de tercianas; el hambre que vino sobre el país, agravada por el acoso de las autoridades que obligaban a entregar la mitad de la cosecha siendo el mandarín el que tasaba a su capricho; las venganzas que, aprovechando la ocasión del ambiente de persecución y desorden, se ejercían contra los cristianos o los sospechosos de serlo.

En el año 1858 la Iglesia indochina padeció su más doloroso y sangriento calvario. Fr. Melchor describe en sus últimas cartas la patética primavera de su vicariato: “En el mes de marzo amainó algún tanto la tormenta, pero abril entró furiis invectus, todo auguraba un total exterminio”. “El infierno entero se ha conjurado contra nosotros”. “El 31 de enero cortaron la cabeza al sacerdote Domingo Huang, a quien había ordenado en el mes de agosto; el mismo día la cortaron a cinco cristianos; al día siguiente a otros diez, y pocos días después a otros diez… Antes de todos estos habían hecho pedazos en un solo día a trece cristianos, también de nuestro vicariato; y al que ellos más deseaban coger conservó la Virgen de Alba hasta hoy, sin duda para darle tiempo de llorar sus pecados”. “Más de una vez hubiera preferido la muerte antes de ser testigo de tamañas crueldades, pero son muchos mis pecados para purgarlos con estériles lágrimas: ayúdenme, pues, con sus oraciones para que logre lavar mis pecados con mi sangre y consiga la palma del martirio”. El único consuelo que recibió en esta primavera quizá fuese la llegada de nuevos misioneros, entre ellos el P. Valentín de Berrio-Ochoa, que sería luego su sucesor y recibiría también el martirio en 1861.

En estas circunstancias celebrar la liturgia era una peligrosa odisea. Los cultos debían tener lugar de noche, con vigilancia y con el miedo a que por el soplo de algún espía apareciesen los soldados en el momento más inesperado. Así en 1858, “el Jueves Santo tuve la consagración de los Santos Óleos en un pueblo llamado Kien-Lao; comenzó la función después de las doce de la noche, de modo que, antes de amanecer ni iglesia había siquiera, y todos se habían retirado: en aquel mismo pueblo había, por lo menos, esbirros de tres tribunales en busca de sacerdotes, pero Dios les vendaba los ojos a ellos y daba valor a los cristianos para permitirnos celebrar nuestras funciones, aunque les importe la vida”.

 

Encadenado por la fe

Fr. Melchor, como misionero y obispo, siente sobre sí el peso de su comunidad. Percibía claramente lo que significaba para ella la persecución y sabía lo importante que era conservar la vida para no dejarla desatendida. Desde joven había sentido deseos de ofrecer su vida por Cristo, pero era consciente de que en aquella situación lo más aconsejable era la prudencia y no la temeridad. Por ello no aparecía apenas en público. Se ocultaba, y en horas nocturnas ejercitaba su labor apostólica.

El emperador Tu-Duc, deseoso de arrancarle la cabeza a aquella cristiandad, multiplica los esfuerzos para apresar al vicario apostólico. Melchor lo sabe: “Ahora mismo acabo de recibir parte que llegó otra real orden más apremiadora para que busquen a este pobre pecador, so pena de los más duros castigos si no me cogen, y mi pobre huésped pierde la cabeza y cuanto tiene que es mucho, para guardarme… Tan acostumbrado tengo el oído a tales nuevas y tan grande es la bondad del Señor con este miserable que las oigo con la mayor indiferencia y sólo siente que esta vez quedará fracasada como otras muchas”. Esta carta a su hermano Manuel revela la ambivalencia de sus sentimientos: por una parte, debe ocultarse y evitar el ser apresado; por otra, lamenta que las pesquisas fracasen una y otra vez.

El martirio fue una perspectiva constante en la vida de Melchor. Antes había repetido en diversas ocasiones: “Yo no he de morir en la cama”. Su amigo Bernardo Fernández recordaba haberle oído en el Colegio de San José de Oviedo: “¿Cuándo tendré yo al dicha de subir a las gradas de un patíbulo para morir por la fe de Jesucristo?”. Pero ahora la aspiración remota se acerca y cobra realidad. Presiente que de un momento a otro va a caer en manos de los perseguidores. En abril escribe a su hermano Manuel: “Cuando tenga ocasión volveré a escribirte, si vino, si la Virgen de Alba me concede poder derramar mi sangre impura por la religión, hasta el cielo”. Poco después acaba su carta al P. Orge: “Si esta es la última, hasta el cielo. Adiós”.

En mayo de 1858 le llegan noticias de que se le busca con más furia que nunca. Él cree que si se presenta podrá conjurar el agobio y aplacar a los tiranos, pero los misioneros no pueden resignarse a perder a su pastor en tan crítica situación, por ello todos se oponen. Como escribe el P. Orge: “En estos días volvieron a circular noticias que había venido una real orden para coger a este pecador; y consulté si convendría presentarme, pero todos respondieron negative, y así continúo en este purgatorio”.

La hora de la prisión no dependía de su voluntad. En su intimidad él prefería que llegase pronto, pero debía seguir en aquel purgatorio, hasta que la providencia dispusiera. Sin embargo, todo hacía presumir que ese día no se haría esperar. Se dedica entonces a disponer las cosas y a organizar el vicariato en previsión de su inminente martirio.

La tarea más urgente era designar a un sucesor que, en el caso de su apresamiento y muerte, asumiera el gobierno del vicariato. La Santa Sede le autoriza para que entre los misioneros elija y consagre un obispo coadjutor, el cual, además de ayudarle en la dirección de aquella atribulada cristiandad, le suceda en caso de muerte. Escogió al joven dominico vizcaíno Valentín de Berrio-Ochoa, llegado a la misión el 30 de  marzo. Tras vencer su resistencia, aceptó éste el nombramiento y empezó a prepararse para la consagración. El P. Berrio-Ochoa hizo ejercicios espirituales lo mejor que pudo; sin libros y sin posibilidad de encontrarlos. Fijaron para la ceremonia el día de San Pedro y San Pablo, pero el peligro amenazaba tanto que decidieron adelantarla al domingo día 13 de junio. En una casa prestada del pueblo de Ninh-Cuong comenzaron la ceremonia hacia las dos de la mañana. Se concluyó al amanecer. Y en la noche siguiente cada uno de los asistentes pudo retirarse a su escondite.

Con la elección del celoso y prudente Fr. Valentín de Berrio-Ochoa desaparecía unos de los motivos que Fr. Melchor tenía para seguir siendo cauto y evitar caer en manos de los perseguidores. No se va a entregar por propia iniciativa, pero parece como si hubiera perdido los motivos o fuerzas para seguir huyendo y escondiéndose. Pronto será capturado.

El día 8 de julio de 1858 estaba oculto en Kien-Lao, cuando los mandarines y sus soldados rodearon el pueblo. Él estaba en una casa de las afueras que quedaba libre del asedio, pero no reunía condiciones para ocultarse largamente. Por ello, acompañado de dos jóvenes, intentó huir de aquel sitio a través de una zona pantanosa. Cruzó tres ríos y, al llegar a la orilla de otro, tropezó con un pelotón de soldados que preguntaron quién era. El obispo y sus acompañantes se tiraron al río y pasaron a la otra orilla. Los soldados los persiguieron. Él, sintiéndose fatigado, mandó a los dos chicos correr cuanto pudieran para ponerse a salvo. Él siguió otro poco. Pero hacia las ocho de la noche le apresaron. Los dos fieles muchachos, Domingo y Tiep, de 18 años y Domingo Kien de 21, fueron también detenidos.

La orden imperial era trasladarlo a la capital. En efecto, al día siguiente los metieron en una jaula y con gran aparato militar los llevaron a Nam´Dinh, donde los mandarines y sus soldados entraron triunfantes y alegres por la recompensa prometida a los captores del odiado obispo cristiano. Allí los encerraron en un calabozo construido en la misma casa del gobernador y para sujetarle le echaron al cuello y a los pies una cadena que pesaba no menos de 70 libras. Pusieron junto a él a Domingo Tiep para que le sirviera, aunque luego le azotaron y torturaron para que declarara contra su obispo y maestro, mas sin lograr nada del joven confesor de la fe.

En aquel calabozo oscuro, húmedo y caluroso, pasó veinte días en espera de la ejecución, ocupando las horas en orar por sus cristianos. Al día le daban dos o tres tazas de arroz. Dormía sobre una esterilla. Treinta guardias le vigilaban de cerca y controlaban minuciosamente todo lo que entraba o salía de la prisión, para evitar que pudiera comunicarse con el exterior. El 19 de julio llevaron a la cárcel a Pedro Luong, sacerdote anamita, preso tres días antes y mártir poco después, para que testificara que aquel europeo era el buscado Xüyen. Fr. Melchor aprovechó la breve entrevista para rápidamente confesarse y recibir la absolución

El juicio fue rápido y la sentencia esperada. Se le imputaba:

  1. Haber entrado clandestinamente en el imperio de Anam y haber predicado la religión de Jesucristo contra lo prescrito en las leyes del país.
  2. Ser el jefe de los rebeldes contra la autoridad del emperador Tu-Duc.

Ambos delitos estaban castigados con la pena de muerte. Y se utilizó para condenarle el testimonio de algunos cristianos débiles que, sometidos a tormento, declararon contra su obispo. Nuestro mártir habló con valentía (el mandarín juez recordaría en un proceso posterior su “insolencia”) y no rechazó la primera de las acusaciones, pero negó decididamente la segunda. En efecto, él había entrado en el Tonkín para predicar el cristianismo, pero esto lejos de ser un delito, por muchas leyes que lo prohíban, es un acto de justicia y de caridad hacia Dios y hacia los hombres. Respecto a la segunda de las acusaciones que coincide con la perpetua imputación a los mártires de ser rebeldes a las leyes por afirmar la libertad de conciencia y la obediencia a la voluntad de Dios, nuestro santo se reafirmó en haber estado totalmente al margen de los conflictos civiles o dinásticos que afectaban al imperio de Anam. Y esto es tan cierto que no sólo no hay ningún indicio de que participase en las luchas intestinas del reino, sino que había prohibido en sus cartas pastorales que los cristianos participasen en aquellas revueltas políticas y lo consideraba un pecado tan grave que se reservaba a sí mismo la absolución del mismo. Lo único que había hecho fue predicar la fe. A pesar de todo no cabía dura sobre la sentencia que le esperaba: la muerte.

 

Descuartizado por Cristo

No interesaba alargar la prisión. El 26 de julio llevaron a Domingo Tiep a otra cárcel. Por la noche el gran mandarín hizo llamar al obispo y le comunicó su próxima ejecución, así como el tipo de muerte que le aplicarían. ¿Cómo dormiría Fr. Melchor el resto de aquella noche? Él, a quien los afanes apostólicos habían hecho pasar hasta dos y tres días sin dormir, permanecería en agobiante vela e intensa oración, como Jesús en Getsemaní. En las horas que le quedaron, toda la vida se le agolparía, entera, en la memoria: la familia y los amigos, los latines de Bárzana y la teología de Oviedo, la ilusión del noviciado y el fervor de la primera misa, el interminable viaje hacia las misiones y luego la catarata de sucesos que se habían acumulado en los pocos años del Tonkín. ¡Todo había sido tan rápido! Todas las distancias se fundían y la vida anterior se concentraba en su pensar, en su sentir y en su querer que ya veían volar sobre sí las alas negras del golpe que los iba a aplastar.

Pero ni aun entonces podía abandonarse al consuelo de los recuerdos. Había que seguir pensando en el presente. La ejecución se habría de realizar ante toda la multitud de la ciudad. Y él con su ropa destrozada, casi desnudo, estaba impresentable ante el público. Por ello el 27 de julio pidió a quienes le traían la comida que le proporcionasen un pantalón. Se quedó con esta única prenda de vestir.

Y al fin el 28 de julio confesó la fe con su muerte y su gloria. Hacia las siete de la mañana se puso en marcha la impresionante comitiva hacia las afueras de la ciudad para cumplir las sentencias. La formaba mucha tropa con elefantes y caballos. Primero sacaron a los dos muchachos apresados con él que portaban la canga al cuello. Llegados al lugar del suplicio, los ataron a dos palos clavados en el suelo, donde los estuvieron atormentando y golpeando durante una hora.

Luego, con enorme aparato (quinientos hombres, dos elefantes, caballos y música atronadora) sacaron al obispo por la puerta oriental. Sólo venía vestido con el pantalón, remangado hasta el muslo. Llevaba al cuello la enorme cadena y el breviario en la mano. Lleno de barro, sudor y fatiga, marchaba con dificultad, entonces un soldado le mandó dejar el breviario y recoger la cadena con las manos para ayudarse a caminar. Fueron cruzando la ciudad por su parte más comercial. Las calles ante la noticia estaban abarrotadas de público, entre el cual se mezclaba, disfrazado, un sacerdote anamita, el P. Kang (a quien matarían poco después) que relató el desarrollo del martirio.

Al llegar al escenario del suplicio y ver a sus dos jóvenes ayudantes, atados a las estacas y molidos a golpes, les dijo: “Sed fuertes, hijos míos, y no temáis”. Pronto el gran mandarín, que montaba uno de los elefantes, dio orden de ejecutar primero a los discípulos y luego al maestro.

El verdugo cortó de tres golpes la cabeza de Domingo Tiep y de un golpe la de Domingo Hien. Inmediatamente las arrojó al aire aún sangrando para atemorizar a todo el que deseara hacerse cristiano.

A continuación, para recoger los despojos con más facilitad, extendió en el suelo una estera y sobre ella una manta. Rompió la cadena y obligó a Fr. Melchor a tenderse boca arriba encima de la manta. Clavó a continuación dos estacas en el suelo a ambos lados, y amarraron a ellas las manos tirando fuertemente. Clavó después el verdugo otras dos estacas junto a los sobacos del mártir y las ató por encima del peco oprimiendo éste. Plantó luego otras dos estacas frente a los pies, y los ataron a ellas tirando y dejando horriblemente estiradas las piernas. Finalmente plantaron dos estacas junto a la parte superior de los muslos y las amarraron por encima de su cadera, juntándolas y oprimiéndole. Entonces una voz ordenó proceder al degüello, comenzando por las piernas, siguiendo por los brazos y la cabeza. Cinco verdugos con hachas de corte embotado se pusieron a los lados para hacer leña del hombre tendido. Empezaron por las piernas, cortándolas sobre las rodillas de doce o más hachazos cada una. Se encogían los músculos y la sangre corría copiosamente. Luego hicieron lo mismo con los brazos: los cortaron por el codo, dando seis o siete golpes para cada uno. Al llegar aquí Melchor, que no cesaba de repetir el nombre de Jesús, perdió el sentido y enmudeció. De quince tajos le cercenaron la cabeza. Por si fuera poco, le abrieron el cuerpo con un cuchillo y con un garfio de hierro le arrancaron las entrañas.

Para terminar envolvieron la estera y la manta, el tronco, piernas y brazos del mártir y los enterraron en un foso que habían abierto allí cerca. Al retirarse quisieron que los elefantes pisaran la fosa, pero éstos se resistieron y no hubo fuerza capaz de obligarles a pasar por aquel sitio; por lo que, despechados, mataron también a los elefantes. Las vísceras fueron expuestas al público cerca de la puerta oriental. La cabeza fue expuesta en la puerta meridional de la ciudad; y al día siguiente la destrozaron a golpes, la arrojaron al mar y nunca se pudo encontrar.

Lo mataron entre las diez y las doce de la mañana. Tenía entonces justamente 37 años y tres meses.

Cuando Cristo murió en el Calvario, la tierra tembló y las rocas se partieron. Mientras San Melchor era deshecho en Nam-Dinh, también en Asturias se estremecieron las raíces entrañables de la tierra. Y la tradición de Quirós, poetizada por Teodoro Cuesta, dice que dos árboles plantados por él, que no dieron flores aquella primavera, al llegar el mes de julio se llenaron de capullos para luego secarse de repente:

 

“Per esti tiempo el ánxel plantó dos arbolinos

na güerta de so padre que dieron, en sazón,

riquísimes manzanes y figos miguelinos,

que mialma atrás dexaben no dulces al turrón.

–Oyei: na primavera del añu en qu´el tiranu

sofrir fexo al Obispo Martiliu sin igual,

sin castra de retoñu mirábase el mazanu,

y dando les boquiaes sin fueyes la figal.

–Pos bonu, el día mesmu que a Dios miró nel Cielu,

gracies a sos vertudes, l´intrépidu Pastor,

en Xulio, el vecindariu de Arroxo, con anhelu

corría a ver plagaos los árboles de flor.

–Y cuando barruntaben el abundante fruto,

al vellos tan llozanos, segunda vez plasmó,

mirallos amusgados ¡Ay Dios! Vestién lluto,

y entrambos dos morrieron el día que él morrió.

 

 

El resplandor del martirio

El ensañamiento con que se cebaron los perseguidores en el obispo Melchor buscaba horrorizar e intimidar a todos los cristianos ante la perspectiva de un final semejante. Buscando eliminar la Iglesia, aún prosiguieron varios años encarcelando y matando con idéntico furor. Más adelante, ya ni siquiera instruían proceso a los cristianos, sino que aquellos que se negaban a pisar la cruz eran condenados a muerte, llegando a realizarse ejecuciones por centenares.

La comunidad sufrió una sacudida feroz. Algunos flaquearon. Mas el testimonio de tantos miles de mártires fue un estimulante riego de sangre que fecundó las semillas en aquella cristiandad, cuyo florecimiento posterior fue esplendoroso y fructífero. Las estadísticas lo confirman: en 1856, al comenzar la persecución en el vicariato central había unos 155.000 fieles. Desde este momento hasta el final de la persecución en 1863 fueron martirizados no menos de 30.000. Hay que restar también las apostasías, aunque muchos se arrepintieron luego de su debilidad. Y debe tenerse en cuenta la imposibilidad de un trabajo regular por parte de los misioneros. Sin embargo, en 1864 el incremento de conversiones cobra tal tino que antes de veinticinco años los fieles sumaban unos 190.000.

El tremendo martirio de San Melchor fue contemplado por un inmenso gentío. Su testimonio de bondad, fortaleza y paciencia en el sufrimiento produjo honda impresión en los espectadores. Salvo algunos fanáticos, la mayoría se sintió profundamente conmovida ante el suplicio. Algunos se dieron cuenta de la cruel tiranía del emperador Tu-Duc. Muchísimos quedaron asombrados ante la religión que tales muestras de amor despertaba en sus seguidores. Buen número de ellos decidieron en su corazón abrazar la fe en cuanto pudieran. Algunos calculan las conversiones a raíz del martirio de San Melchor en 4.000. No es fácil determinar la cifra, pero el sucesor Mons. Berrio-Ochoa dice que, aunque hubiera seguido trabajando muchos años, difícilmente hubiera logrado convertir a tantos como convirtió al morir.

Las reliquias del venerado obispo, cariñosamente recogidas y guardadas durante cinco años por los fieles, menos la cabeza que, hecha pedazos y tirada al mar, se perdió totalmente. Los católicos empezaron inmediatamente a honrarlo como santo.

La noticia del martirio se difundió por toda Indochina. Enseguida llegó a Macao. Pronto saltó a Manila, de donde se remitió cuanto antes a España. Aquí en periódicos y cartas la increíble nueva llegó volando hasta Quirós.

Los ancianos padres escucharon lívidos el horroroso martirio de su hijo querido. Una inmensa penas los envolvió, como a la familia y a los vecinos. Pero la pena fue dejando lugar a un sentimiento de veneración y a la alegría de haber tenido un hijo, un familiar, un vecino que había dado tan alto testimonio de su fe y de su caridad. Cuenta un testigo presencial que al describirse en casa los pormenores del martirio, el padre bajaba los ojos para ocultar las lágrimas que le brotaban, mientras la valerosa y creyente madre, sin derramar una lágrima, (igual que cuando le despidió al irse a las misiones) se dirigía a él para decirle: “Juan, Juan, ¿no ves que hijo tan santo nos ha dado Dios?”.

Todo Quirós se estremeció con la noticia y se llenó de orgullo pro contar entre sus gentes y entre los hombres grandes de su historia a un mártir y a un santo. En mayor de 1859 una incontable multitud del concejo y de otras partes de Asturias asistió en Arrojo a un solemnísimo funeral.

Asturias entera sintió viva emoción ante el martirio. Y proclamó el ejemplo de virtud de su hijo. El sínodo diocesano de 1886, a propuesta de D. José Sarri, arcipreste de la Catedral y autor de la biografía básica de nuestro santo, pidió por unanimidad al prelado que las reliquias del venerable Sr. García Sampedro vinieran a Asturias y fuesen custodiadas en la Catedral de Oviedo, y que se incoara activamente su proceso de beatificación.

Las reliquias fueron traídas, a pesar de la oposición de los fieles de Tonkín que estuvieron a punto de robarlas para que nadie se las llevase. Al fin lograron convencerles, contentándose con retener allí el brazo derecho (el izquierdo se quedó en Manila). En Oviedo se formó una comisión para tramitar el traslado de los restos. Estos salieron de Manila el 2 de marzo de 1889. Y el día 28 de abril de 1899 (68 años después de su nacimiento) una manifestación inmensa de gente los recibió en Oviedo. Aquí, en la capilla catedralicia de Ntra. Sra. de Covadonga, permanecen bajo el manto de la Santina esperando la resurrección, venerados por todos los asturianos.

San Melchor ocupa ya un lugar en la historia mejor de Asturias. Su imagen preside cada vez más altares en nuestros templos y más rincones en nuestra tierra. Su figura estelar se proyecta en nuestro horizonte como un ejemplo y un estímulo en la fidelidad, en el esfuerzo y en el amor hasta la muerte. La Iglesia el día 29 de abril de 1951 lo proclamó beato; y santo, el día 19 de junio de 1988. Esto significa el reconocimiento ante todo el mundo de que esta cumbre brotada y crecida sobre nuestro suelo se elevó a tanta altura que ha penetrado en los cielos.

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