Ucrania, insólita cuaresma

Publicado el 04/03/2022
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Pude encontrarme con la comunidad ucraniana de Asturias, justo antes de que comenzaran la celebración dominical de la santa Misa en el rito greco-católico. Saludé al sacerdote ucraniano que los acompaña y pude asomarme verdaderamente conmovido a lo que aparecía ante mi vista. La guerra sobrevenida por la invasión bélica de su noble país por las fuerzas rusas, dibujaba también en sus miradas el rictus de dolor, de honda preocupación, de evidente desgarro, cuando en la lejanía ven las imágenes de sus connacionales, de sus ciudades y paisajes, completamente abatidos y destrozados.

Son las escenas de edificios bombardeados, caminos y puentes destrozados, familias enteras que inician inciertas su éxodo a ninguna parte arrastrando su millón de corazones entre su congoja y su llanto, las sirenas que te empujan a trompicones a los refugios antiaéreos bajo tierra. Parecía que la humanidad había aprendido algo de sus propios errores, no tan lejanos en el tiempo cuando la II Guerra Mundial, la gélida guerra fría posterior o el más reciente conflicto de los Balcanes.     Pero se ve que somos lentos y olvidadizos. Se entremezclan otros intereses expansionistas prepotentes, con carácter imperialista avasallador, creyendo que la libertad de los pueblos, la dignidad de las personas, la historia milenaria de tradiciones y culturas, la fe de una religiosidad honda, pueden ser pisoteadas por la bota guerrera de quien impone su marcha marcial, sus condiciones dictatoriales y la impunidad de sus desmanes, ante la tibieza acomplejada y calculadora de los que observan tímida y cínicamente lo que pasa en un escenario aparentemente ajeno, que acaso irá dejando paso a una ulterior absorción cuando sea patente la debilidad inane de quienes sólo miden y calculan las derivadas económicas de los conflictos.

Fue el lejano 5 de octubre de 1938, cuando el primer ministro británico Arthur N. Chamberlain fue a la Cámara de los Comunes para defender el Acuerdo de Múnich cediendo la zona de los Sudetes en Checoslovaquia a la Alemania nazi. El dictador Hitler palpó la debilidad del resto de Europa: una paz con trampa que sólo duró un año. Entonces Winston Churchill pronunció su célebre frase: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Fue una aciaga profecía.

El otro día, con los cristianos ucranianos en Asturias, les quise mostrar todo el afecto cariñoso, la cercanía solidaria y la fraterna compasión de nuestra Diócesis de Oviedo, para que no se sientan solos. También les ofrecí nuestros recursos y cauces para que pudieran venir a nuestras comunidades cristianas sus familiares y amigos que sufren el rigor de aquella guerra. Nuestras puertas están abiertas de par en par, para que no sólo sea el gesto de la proximidad más prójima, sino también el hecho de una caridad que se compromete con una causa en donde la paz es cercenada y la esperanza dinamitada.

El papa Francisco nos emplaza a la oración y al ayuno, verdaderos soportes de un corazón que se abre a la gente más machacada por una guerra absurda, como todas. La cuaresma que acabamos de comenzar tiene este contexto de dolor, ante la herida abierta en la humanidad que ve una vez más sus tierras manchadas de la sangre de tantos inocentes, como malditas amapolas que presienten lo difícil que es hacer un mundo diferente, donde la convivencia se hace respeto recíproco, y donde los derechos de Dios se concelebran en el abrazo de los derechos de los hombres. Teniendo delante este desafío siempre pendiente, no podemos marear la perdiz perdiéndonos en batallas ideológicas de grupos y colectivos varios que se muestran ridículas ante el drama que estas personas están viviendo. Ucrania es un retrato de familia en blanco y negro que nos reclama una toma de posición como ciudadanos y como cristianos. Ellos son nuestros hermanos y nos exigen una palabra y un compromiso en este rincón de la historia.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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