Misioneros cotidianos toda una vida

Publicado el 03/10/2019
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Los hemos visto partir en barco de tantos tipos, en trenes interminables, en aviones de tantas épocas. Iban ligeros de equipaje porque no se trataba de la maleta de un turista, sino el hatillo pobre de un misionero cuyo ajuar cabía en cuatro bolsas. Esto viene al hilo de un evento que nos va a durar todo el mes de octubre, el mes en el que tradicionalmente celebramos el Domund cada año, teniendo nuestra mirada abierta y dilatada hasta los confines de la tierra.

El Papa Francisco, con motivo del centenario de una encíclica misionera que escribió Benedicto XV en 1919, la “Maximum Illud”, ha convocado un mes misionero extraordinario bajo el lema “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en Misión en el mundo”. Y a ello nos ponemos todos los cristianos, para vivir este mes con esta intención y esta focalización de nuestra vida cristiana.

No se trata únicamente de recordar nuestras pasadas gestas misioneras, que han sido grandes y generosas con un fruto precioso de evangelización de pueblos y culturas en los cinco continentes. Tampoco se trata de agradecer tan sólo lo mucho de bueno y hermoso que siguen haciendo tantos hermanos y hermanas que dejando tierra, patria, familia, lengua, cultura, son enviados allá a donde Dios y su Iglesia misioneramente los manda. Entonces, si el pasado glorioso y el presente admirable no agotan el sentido de este mes misionero extraordinario, ¿qué quiere indicarnos el Papa ya desde el mismo lema? Sencillamente, que todos somos misioneros.

Todo comenzó en aquella mañana sobre el monte Olivete, cerca de Jerusalén. Jesús regresaba al Padre y comenzaba su ascensión al cielo. Pero antes quiso dejar claro y fuerte que no concluía nada, sino que empezaba una etapa nueva en continuidad apostólica de aquellos tres años del Maestro y los discípulos en fraterna comunidad. Fueron muchas las palabras que ellos escucharon de labios del Maestro, fueron muchos los signos y milagros de los que fueron testigos. Heridas curadas, vidas confundidas y desastradas que encontraban su sino y su camino, ciegos que veían, cojos que saltaban, presos de tantas mazmorras que hallaban su amnistía, muertos que volvían a la vida rediviva.

Parecía que tras los acontecimientos en aquella primera semana santa de la historia, todo terminó fatalmente, pero el sepulcro no fue el sello que sepultó para siempre la luz y la esperanza, sino que quedando vacío con sus puertas de par en par, nació la nueva posibilidad que se estrenaba con la pascua vencedora de toda muerte que nos trajo Cristo resucitado. No, no terminó todo en el llanto de la Magdalena ni en un Judas desesperado. Quedaba pendiente el verdadero inicio del mensaje de Jesús con el tiempo de la Iglesia.

“Id al mundo entero y anunciad la Buena Noticia a toda la creación… Como el Padre me envió, yo os envío” (Mc 16,15; Jn 20,21). Estas fueron sus palabras que sonaron a un relevo, a un confiarles aquello que el Padre a Él le confió. Todos cuantos seríamos bautizados, éramos destinatarios de esa confianza de Jesús con la que les invitaba a continuar la obra que sencillamente Él comenzó. No tendremos que dejar en la mayoría de los casos la patria, la familia, la lengua y la cultura, pero eso no nos exime de ser misioneros cotidianos toda una vida. Serlo con la gente que tengo a mi vera: familia, compañeros, amigos, vecinos. Anunciar ahí el Evangelio que a mí se me ha anunciado, llenando su corazón de alegría y esperanza en medio de un mundo duro como el que estamos viviendo. Cada uno somos la prolongación de aquel momento misionero en el que Jesús nos confió la herencia del Evangelio.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

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