La deseada unidad en un mundo crispado

Publicado el 19/01/2020
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A veces se escenifica en determinados foros una visión de la comunidad cristiana dividida, enfrentada, como si fuera un parlamento lleno de intriga o tuviera la animadversión del debate político más bronco. Desde el primer momento de la Iglesia, la unidad de los cristianos fue objeto de una plegaria especial. Cada mes de enero tenemos una cita para pedir precisamente por esto durante ocho días, algo que el mismo Jesús quiso pedir en su oración. Porque Él dará gracias por los sencillos a quienes revela el Padre los secretos de su corazón. También pedirá para que la fe de Pedro no se tambalee nunca debido a su vocación de ser fundamento de la Iglesia. Está el testimonio de Jesús que madrugaba cada amanecer y trasnochaba después de cada ocaso, encontrándole así los discípulos en oración. Volvía con un semblante tan sumamente dulce y lleno de luz, que arrancaba de los discípulos una petición: Maestro, enséñanos a orar.

Resulta significativo que una de las pocas ocasiones en las que nos ha desvelado el Señor su tema de oración con el Padre, haya sido precisamente la unidad de los discípulos. Entre ellos hubo momentos de discrepancia, algo normal en un grupo tan variopinto como el de los primeros discípulos: lo atestiguan los mismos Evangelios. Jesús no anuló las diferencias naturales y legitimas en ellos, pero sí quiso que no las vivieran como rivalidad hostil o pretenciosa porfiando unos con otros por intereses mundanos.

Así se entiende esa plegaria del Señor: “Padre, que todos sean uno, como Tú y yo somos uno, para que el mundo crea”. No se trata de la vulgar componenda de quien consensúa distintas líneas, sensibilidades, edades o culturas, porque el modelo de esa unidad invocada por Jesús no es la del “apaño amañado” forjado a mano alzada y mayoría cualificada. El modelo que propone Jesús es la unidad que Él tiene con su Padre: la que sabe respetar la diferencia entre ambos, pero que sabe convivir complementariamente. Esto sólo es posible cuando se quiere de verdad al otro hasta dar por él la vida, con un tipo de cariño que no es sentimentalismo (aunque tenga sentimientos), sino verdadero amor. En la carta programática para toda la Iglesia que san Juan Pablo II escribió al inicio del nuevo milenio, se decía a propósito de la espiritualidad de comunión una definición muy bella: “es sentir al otro como uno que me pertenece”, es decir, como alguien mío, no ajeno ni extraño, no intruso ni postizo, sino sentirlo con una pertenencia hecha de respeto, de perdón, de ternura y auténtica caridad.

En la oración de Jesús se introduce un factor importantísimo: “para que el mundo crea”. ¡Qué sintomático esto en los labios del Señor! Porque para que el mundo crea, tiene que vernos unidos, no simplemente reunidos, ni tan sólo comprometidos en nuestra causa, sino unidos. Quien vive unido como Jesús y el Padre, trata de acercar gestos, posturas, afecto y pensamiento, para que esa unidad no sea una entelequia, sino un testimonio vivo. La unidad se construye desde la fidelidad a toda una tradición cristiana anterior, sin hacernos tradicionalistas. Desde el diálogo sincero en el momento actual, sin hacernos relativistas. Asomados a un futuro venidero, desde la confianza que nutre la esperanza. Este es el desafío que tenemos cada generación cristiana cuando pedimos por la unidad entre nosotros, empezando por los que tenemos más cerca y los de casa. En un mundo a veces tan crispado e inconsistente, hay una unidad que se nos pide a los cristianos como gesto de fraterna convivencia. Pidámoslo con obras y palabras en esta semana de oración, para que, como decía Jesús, el mundo crea.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

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