Iglesia desenredada

Publicado el 30/05/2019
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En este mundo globalizado los servicios diversos que se pueden prestar están muchas veces a golpe de “clic”. Si andas enredado en alguna de las redes que circulan por ese planeta mundo de internet, casi todo lo puedes comprar, vender, consultar, actualizar, desde un teclado dócil y una pantalla que te asoma al universo de todo lo habido y por haber. No hablas con nadie, nadie habla contigo, pero consigues que te sirvan lo que pides, o leer lo que otros te envían. Casi todo, casi absolutamente todo, desde esa anónima relación que como único sonido tiene el famoso “clic”.

Así andamos de robotizados, de digitalizados, de informatizados, así andamos yendo y viniendo de aquí para allá cada vez más impersonalmente, cada vez menos considerados en lo que de original y bello tiene nuestra irrepetible personalidad, sino que corremos el riesgo de estar fichados en una gran base de datos, que sin protección alguna por los controles que el mismo sistema ha creado, estamos bajo la mirada carabinera del gran gendarme que parece saberlo todo sobre nosotros: nuestros gustos, nuestras tendencias, nuestras opciones, nuestro historial, nuestros sentimientos y creencias, nuestros afectos y temores, nuestras pesadillas y ensueños.

En un escenario así, puede parecer una isla donde se respira un aire sin contaminar, un bosque donde cada uno es cada cual, quien pretenda ofrecer con sencillez un espacio diferente. Mi rostro, mi corazón, mi libertad, todo cuanto en mi vida tiene una forma y un porqué, estarían reclamando ese espacio donde cada uno pueda sin más ser uno mismo, él mismo, sin trampa, sin cartón, sin etiquetación homologada, sin uniformismos ideológicos. Empieza a ser una imperiosa y urgente necesidad.

Así es como en medio de todo lo que nos rodea aparece con su ingenua fragilidad la comunidad cristiana con la solera de sus veinte siglos de gracia y pecado, con sus dos mil años de humilde humanidad. Y es bueno recordarlo cada vez que celebramos esa jornada anual en la que miramos a nuestra parcela diocesana como una parte de la Iglesia universal. Una Iglesia que con sus puertas abiertas acoge a quienes llegan con sus heridas y sufrimientos, sus preguntas y dudas, sus esperanzas y certezas, para pedir una acogida que no siempre se obtiene en este mundo tan sofisticado, tan abstracto, tan virtual, en el que el latido de lo humano parece haber perdido su pálpito real.

Entonces la Iglesia abre esa puerta, nos adentra en su hogar y pone su palabra y su gesto de ayuda, acepta una colaboración, enseña a vivir compartiendo y de este modo coopera en la construcción de este mundo inacabado que no sabe nacer del todo en un parto que no logra ver la belleza, la bondad y la paz para la que fue creada la historia poniendo en nuestras manos la mejor posibilidad.

La Iglesia, aún en medio de todas sus lentitudes, sus incoherencias y pecados, es esa humilde portadora de una presencia más grande que ella, y portavoz de una palabra infinitamente más elocuente que cuanto sus labios susurran. La Iglesia del Señor tiene esa indomable pasión de ayudar, colaborar, compartir y cooperar en bien de la humanidad que le ha sido confiada y a la que ha sido enviada. Feliz día de la Iglesia diocesana en la que tomamos conciencia de todo esto, y nos ponemos a servir a los hermanos tal y como hemos aprendido del Señor y Maestro. La Iglesia no es una máquina o una web que con un “clic” te ofrece su canal, sino una comunidad que tiene ojos para ver, labios para hablar, oídos para escuchar y corazón para acoger. Esta es la única red de amor y caridad en la que como cristianos nos queremos enredar.

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