Los vemos deambular con el hatillo de sus pocas pertenencias, cargando la mochila de su precariedad y dejando a la espalda tierra, casa, lengua y cultura, todo ese mundo más suyo que los vio crecer. Ahora han de escapar huyendo de la guerra en todas sus formas, de la persecución desabrida, de la intolerancia más cruel. No son turistas que merodean curiosidades dando un jubileo a sus pestañas, sino gente normal que por razones terribles siempre inhumanas abandonan el terruño de su biografía sin saber bien qué y quién les deparará un cobijo que ponga a cubierto su dignidad y su libertad. Esta imagen a la que tal vez nos hemos habituado a ver con demasiada frecuencia en los medios de comunicación, sigue siendo una tragedia infinita para quien la sufre en la propia carne y en la de sus seres más queridos y más vulnerables como son los niños, las mujeres y los ancianos. Por eso, la comunidad cristiana tiene una jornada de migraciones y refugiados para tomar conciencia de lo que significa este devenir para tantos hermanos nuestros.
Los obispos que acompañan el ámbito de las migraciones en la Conferencia Episcopal nos advierten de que la inmigración en España está marcada “por el aumento extraordinario, rápido y plural de inmigrantes en los últimos años lo que nos exige reflexionar sobre los problemas que plantea su integración. Junto a la labor social y de promoción, la Comisión Episcopal de Migraciones trabaja e invita a cuidar también la dimensión más netamente pastoral, el servicio a la fe, y no sólo los servicios que brotan de la fe, el reto nada fácil de ofrecerles a Jesucristo junto con nuestro testimonio de caridad cristiana”.
El inmigrante necesita que se le escuche y considere, se le tenga en cuenta como persona en la vida política y social del país de acogida, así como en la comunidad cristiana de referencia. El trabajo pastoral concientiza a la Iglesia y a la sociedad para crear estructuras de acogida justas, personal formado y medios adecuados que posibiliten a los que llegan el ejercicio de su libertad, sus derechos y deberes como ciudadanos, siendo así reflejo de la misión de la Iglesia, la caridad. Por eso, en nuestras diócesis existe un departamento donde se ora, se reflexiona y se orienta en clave pastoral la solicitud de la Iglesia por los que viven en la calle «sin techo», los que han perdido su trabajo y están en el tobogán de la exclusión social, los que experimentan la pérdida de su libertad y dignidad con todas las derivas de las falsas soluciones en los caminos a ninguna parte.
En torno a los migrantes hay un debate social y político de primer orden en estos momentos, como nos señalan nuestros hermanos del archipiélago canario. Existen medidas sensatas y comprometidas de algunos gobiernos de nuestra vieja Europa que afrontan con inteligencia generosa y realista la problemática, pero también hay actitudes demagógicas de quienes hacen de este drama un arma arrojadiza para desgastar a sus rivales políticos, estén en la oposición o en la gobernanza. No caben todos los migrantes en nuestras islas, ni en nuestros continentes, pero se nos pide una reflexión justa y viable para poner nombre al problema sin caer en la ayuda directa o indirecta a las mafias y algunas ONG que viven de esta tragedia, o de países corruptos que las alientan por tantos motivos inconfesables.
Tiene Jesús una expresión siempre incómoda e indómita para nuestra comodidad mediocre y satisfecha: benditos vosotros porque tuve hambre y me disteis de comer, estuve desnudo y me vestisteis, en la cárcel y vinisteis a verme, fui extranjero y me acogisteis… (Mt 25, 30-40). Es la divina solidaridad de Cristo que se une hasta hacer suya la penuria diversa de cada pobre, sea cual sea el nombre de su pobreza. Quiere decir esto que lo que hacemos o dejamos de hacer con cada uno de estos hermanos necesitados lo hacemos o no con el mismo Jesús. Este es el compromiso al que estamos llamados.