Cabalgata de lo cotidiano

Publicado el 11/01/2019
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En el ademán de ir guardando ya el envoltorio de cada navidad, nos deja un aire de nostalgia mientras despedimos estas fiestas con los Reyes Magos. Son momentos en los que todos nos volvemos niños recuperando los sueños de nuestra infancia más tierna. Recordamos la emoción tensa, atentamente en vilo, cuando llegaba la víspera de cada seis de enero. Las otras fiestas de los días navideños habían ido dando cita a los adultos con cenas y comidas de familia, con misas del gallo y visitas de los amigos y parientes más allegados, aunque estuvieran lejos el resto del año. Pero llegaba el cinco de enero, y todos nos arrebujábamos para asomarnos en primera fila al paso de la cabalgata de los Reyes Magos de Oriente. Los habíamos visto en el nacimiento preparado con nuestros mayores en el hogar; los íbamos moviendo como quien tiene prisa de que llegasen cuanto antes al portalín. Ahora tocaba verlos entrar por nuestra ciudad, cargados de majestad y de regalos. Con nuestros ojitos mirando hacia arriba a su paso, nos parecía que en verdad llegaban con nuestro pedido, mientras le decíamos a la abuela o a la mamá: ¿se acordarán de lo que les puse en la carta? Porque… la echaste de verdad al correo, ¿no?

Con todo el encanto de estas escenas que nos trae la memoria de nuestra niñez, la fiesta de los Reyes Magos nos indica que es otra cosa la que los cristianos celebramos con la Epifanía que nos relata el Evangelio (cf. Mt 2, 1-12). Vinieron atraídos por una estrella, es decir, se dejaron sabiamente provocar. Supieron amar sus preguntas, no las censuraron ignorándolas, así como tampoco las domesticaron con engaño. Las preguntas les pusieron en camino hacia la respuesta, y todas sus oscuridades encontraron en el destello humilde de una estrella el indicio de que su camino no sería en vano. Aquella luz era el pobre reflejo de la verdadera luminaria que Dios encendió en Belén al darnos a su propio Hijo. Llegaron y adoraron al Niño Dios. Reconocieron en aquel bebé al misterio resuelto de todos sus enigmas, de todas sus búsquedas, de todas sus preguntas. Y no pudieron por menos que regalarle cuanto llevaban de más noble, de más bello y de más valioso: lo mejor de su propio cofre vital.

Hoy es otra la cabalgata: la que coincide con nuestro cotidiano vivir; y es otra también nuestra edad: esa que sabe de mis circunstancias. Pero las preguntas de nuestro corazón no han cambiado, y tampoco la respuesta que en su Hijo nos sigue dando Dios. Es menester encontrar la estrella, la que el Señor enciende en nuestra vida para nuestro bien a través de las circunstancias que a menudo nos brindan los indicios que Dios señala. Son el discreto aviso de un camino a recorrer, o la prudente advertencia de un camino que dejar, a fin de poder llegar a la luz para la que también nuestros ojos nacieron en el encuentro con el Niño que brilla más que el sol. Dichosa luz que nos brilla como la más dulce epifanía del amor paciente de Dios. De esta luz somos también nosotros buscadores que con santa curiosidad nos hace peregrinos del Bien y de la Paz que coinciden con ese pequeño divino Infante al que todas las fibras de nuestra vida no dejan de salir a buscar. Felices nosotros si abrimos ante Él el cofre de nuestra pequeñez para ser bendecidos de modo infinito con la gracia de su grandeza.

También yo estoy llamado a convertirme en estrella: propuesta discreta que despierte curiosidades por mi modo de vivir las cosas. Ser una estrella humilde, no meteorito que hace daño, y que nuestro titilar brillante pueda poner en camino a quienes son llamados por Dios a la adoración desde su curiosidad.

 

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