Asomados a una espera

Publicado el 28/11/2019
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Se suceden imparables las semanas y los días, y así seguimos avanzando en esta caída de las hojas del almanaque de un año, como si de un otoño de tiempo se tratara en el que los minutos y las horas fueran cayendo del árbol. Los cristianos tenemos calendario diferente, dando comienzo a cada año no tras las uvas que englutimos con las campanadas del fin de diciembre, sino con el primer domingo de ese tiempo que llamamos adviento.

Siempre tiene un aire de magia al llegar estas cuatro semanas del adviento, que como cuatro escalones nos permiten llegar a la esperada fiesta navideña. Tenemos a la espalda todo un recorrido de meses que nos han traído tantas cosas entre sorpresa y sorpresa, entre sobresalto y sobresalto. Miramos hacia atrás, y nos asaltan esos momentos dulces y agradables que ponen la gratitud en los labios, o también otras situaciones que cuando las recordamos nos siguen provocando la tristeza y el llanto. Es un recorrido imborrable e inmodificable que ha ido salpicando en todos nuestros renglones, la historia de nuestra vida reciente, el relato de nuestros logros y fracasos, iluminados con todas sus luces y gracias, o ensombrecidos con las penumbras y pecados.

Pero llega el adviento, y la Iglesia pone en nuestros labios la palabra que más puede definir el corazón y sus pálpitos: la espera. No es posible renunciar a esta actitud que nos empuja a aguardar que algo suceda. Somos indómitos, rebeldes tal vez, pero algo irresistible nos empuja a seguir esperando que algo verdaderamente grande y hermoso nos pueda acontecer más allá de toda la maraña que nos envuelve y aplasta entre la mediocridad y el cansancio.

Es el argumento de aquella novela de Gustave Flaubert, cuando su protagonista, Madame Bovary, hablaba sobre la espera: «En el fondo de su alma, ella esperaba un acontecimiento. Como los marineros que se sienten perdidos, ella miraba desesperadamente de aquí para allá, buscando en la lejanía alguna vela blanca entre la niebla del horizonte. No sabía qué es lo que esperaba, no sabía qué; ni tampoco por cual de los vientos eso vendría, ni a qué ribera le conduciría después; si vendría cargado de angustias o lleno hasta arriba de felicidad. Pero cada mañana, apenas se despertaba, comenzaba a esperar pensando que habría llegado ese día; y escuchando cada ruido, se ponía en pie de sobresalto, quedando confusa de que no pasase nada; luego, al caer de la tarde, cada vez más triste, deseaba que volviese nuevamente a amanecer». Es una página tremendamente elocuente, rabiosamente bella en su envoltura literaria, pero tercamente insistente de ese drama -que no tragedia- que todos tenemos en nuestra alma.

El adviento cristiano pone música a la letra de nuestra espera. Y cuando tantas cosas nos caducan, tantas noticias nos saturan, tanto horizonte se nos achica y empequeñece, aparecen estas cuatro semanas acabando cada año, que nos ponen en vilo, nos levantan con brío, dando la razón a nuestro corazón que canta un cántico nuevo, poniendo en nuestros labios el grito de ¡ven!, a quien sentimos que no tenemos cerca en tantos de nuestros rincones y pliegues cotidianos. ¡Ven, Señor Jesús!: este es el canto, este nuestro grito, esta nuestra pasión y rebeldía. Decimos ¡ven! porque nos falta, porque tenemos huecos en los afectos, los sueños y los recuerdos, en los que Dios no logra entrar.   Feliz tiempo bendito este que ahora empezamos, dichosa la espera que sigue viva y que en nuestra vida se cuela, para despertar nuestro más bello sueño de que suceda como acontecimiento aquello para lo que nacimos. Es adviento, la ventana a la que nos asomamos a la espera que nos salva.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

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