De amores y colores o el tema de Dios

Publicado el 14/06/2019
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Todavía me parece ver aquella escena en la que aquellos jóvenes vivarachos intentaban convencer al profe de religión de que su materia era abstracta, que no suscitaba ningún interés en sus vidas, que era un rollo patatero, como decían aún en una jerga aceptable dentro de su informalidad. Una chica preciosa y pizpireta argumentaba así como delegada de curso ante el regocijo de sus compañeros, que veían al profe en un aprieto inusual. Pero éste no se arredró, y aceptó el reto. Comenzó el diálogo.

¿En qué órgano del cuerpo se esconde tu alegría?, preguntó el profe. No lo supo decir, porque recordaba que tantas veces todo su cuerpo cantaba de gozo. ¿Y podrías decirme de qué color es el amor o dónde habita? Del todo ruborizada por tan insólita pregunta, tampoco supo responder. Entonces… no existen ni la alegría ni el amor, si no sabes dónde anidan, qué color tienen, ni quién les da cobijo o se atreve a dibujarlos. Esto mismo sucede con Dios, remató el profe. Y se quedó así ella, como muda, sin respuesta, totalmente pensativa, como el resto de sus compañeros de clase.

Aquel maestro lleno de sabiduría que conocí en Italia, hablaba así a los jóvenes, a sus padres, planteándoles el sentido religioso de la vida. Citaba autores que, no siendo siempre creyentes, sin embargo, dejaban en sus poemas la evidencia más veraz de que en nuestro corazón hay siempre un reclamo que, si no lo censuramos o nadie nos lo censura, nos lleva hasta la misma pregunta por Dios. Mucho antes lo dijo el gran San Agustín en sus célebres Confesiones: “nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti”.

Sí, somos un corazón inquieto. Lo decía el poeta Cesare Pavese: “¿alguien nos ha prometido nunca nada? Entonces, ¿por qué esperamos?”. Aparentemente nadie nos promete nada, pero nuestro corazón no sabe dejar de esperar: todos esperamos tantas cosas, que luego no coinciden con lo que nos brindan los paraísos del poder, el dinero y el placer como decía Thomas Eliot. Y, a pesar de ser una y otra vez burlados, chantajeados, engañados, hay un reducto del alma que no se rinde y vuelve a soñar, atreviéndose a esperar lo que su corazón inquieto le exige como belleza, como bondad y como verdad para las que nacimos, esas que coinciden con la entraña de Dios.

De todo esto habla la asignatura de Religión Católica: educar esta inquietud, acompañar esa espera, ayudar a descubrir que la promesa de Dios es lo más correspondiente con las exigencias más nobles de nuestro corazón. Y que todo esto tiene que ver con la vida, con lo que me enamora, lo que me asusta, lo que me despierta y anima, con lo que sueño, con aquello que repudio y descarto.

Un niño o un joven que no ha tenido esta educación, tendrá menos posibilidades para ver la realidad con todos los factores que la componen. Y habrá que suplir esa terrible carencia con cuanto pueda embotar su mirada y okupar su corazón: demasiadas cosas superfluas, inútiles o incluso nocivas (el alcohol y la droga como evasión, el sexo sin amor, etc.). La asignatura de Religión es una oportunidad para crecer en humanidad, para ser más y mejor persona, porque nos pone delante esas exigencias de belleza, bondad y verdad que realmente nos hacen libres y nos permiten amar.

Por este motivo, un año más, animo a los padres que tienen hijos en edad escolar, y a los mismos jóvenes, a que escojan la asignatura de Religión. No privéis a vuestros hijos, no os privéis vosotros mismos, de una materia que con respeto ayudará a que las personas sean formadas integralmente, sin ninguna mutilación ideológica. Sólo ellos serán más libres. Sólo ellos sabrán dónde está el gozo y qué color tiene el amor, porque Dios es el discreto cómplice de los latires mejores de su inquieto corazón. Vale la pena.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

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