Adiós sin luto, sino con esperanza gozosa           

Publicado el 09/01/2023
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Hemos procedido a ese gesto humilde y conmovedor de dar el adiós a una persona querida. Tanto en Roma como en casi todas las diócesis del mundo, nos hemos reunido los cristianos para despedir con fe y esperanza a un papa tan querido como Benedicto XVI. No porque hayamos repetido ese rito tantas veces, deja de ser único cuando la esquela no nos resulta anónima ni un desconocido el que estamos sepultando. Parece que se estrena el dolor en el trance inédito de tener que asomarnos al misterio de la muerte no una vez más, sino esa vez que representa nuevamente la primera vez y que se te impone con todo su rigor como si fuera la última.

Si este es el sentimiento humano, desde una perspectiva creyente no se ahorran las lágrimas, aunque el llanto jamás sea desesperado ante el vacío mudo y solitario de la nada. Creemos que hay una vida eterna que no acaba, y nos resulta insuficiente infinitamente la simple vida longeva y larga. Es lo que también para nuestro papa Benedicto XVI ha sucedido. Lo veíamos en la lenta comitiva de quienes portaban a hombros pausadamente su féretro desde la Plaza de San Pedro en el Vaticano, hasta las grutas de la Basílica donde descansarán sus restos en el mismo habitáculo que sirvió de tumba a San Juan XXIII y a San Juan Pablo II.

Fueron conmovedoras las últimas palabras que pronunció este inmenso pastor, Joseph Ratzinger, las últimas sobre la tierra como quien muestra su billete de entrada en el cielo del que fue peregrino y a cuyas puertas estaría el mismo Buen Pastor, Jesucristo: Jesus, ich liebe Dich, pronunció en su lengua materna alemana, “Jesús, yo te amo”. Así de sencillo, así de grande, así de bello y profundo. Como todo su magisterio docente cuando era profesor de primer rango, o su magisterio episcopal en las distintas encomiendas pastorales y sedes, tanto en Múnich como luego en Roma.

He recordado estos días dos textos muy importantes de Joseph Ratzinger que se me vienen como un regalo de Reyes cada vez que los releo y saboreo con tanta gratitud.

El primero es el último que pronunció como cardenal durante la homilía en el funeral de Juan Pablo II. Era la delicada despedida que había embargado a todo el Pueblo de Dios en la despedida del papa santo: «Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén». Tras su preciosa y profunda homilía, rendía el cariñoso adiós a quien pedía nos siguiera bendiciendo desde el cielo.

El segundo fue su primera homilía como papa. Nos dejaba entrever su programa papal. Sorprendió por su sencillez y nos conquistó por su honda y humilde espiritualidad: «En este momento no necesito presentar un programa de gobierno… Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia». Dos retazos de un gran hombre, un gran teólogo y un gran papa que nos arranca también el grito orante que entonces se escuchaba respecto del papa polaco: santo subito! santo pronto. Eso pedimos también nosotros para él, mientras agradecemos el precioso regalo de su vida y rezamos por su descanso eterno al Señor y a María.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

 

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