Solemnidad de Pentecostés. Sagradas Órdenes en Oviedo

Publicado el 20/05/2018
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Hoy concluye la Iglesia un canto que ha durado cincuenta días, poniendo en nuestros labios el aleluya de una victoria. Todas las muertes, todas. Toda oscuridad, toda. Han sido vencidas con la vida y la luz que ya no caducan ni se empañan. Y en esta cantata andamos poniendo cada cual su biografía en el pentagrama de la música divina que aguarda paciente nuestras estrofas. Y es entonces cuando para nuestra sorpresa, descubrimos perplejos que algo de muerte nos queda, que algo se penumbra nos acecha. Cristo ha resucitado, nosotros no todavía. Y aunque nos beneficiamos de su Pascua redentora, tenemos temores que nos acorralan, miedos que nos detienen y pecados que quieren eclipsar la gracia poniendo sus dones en solfa.

Aquellos primeros cristianos estuvieron casi tres años con el Maestro. Pudieron escuchar sus palabras, gozar de sus parábolas, aprender de sus explicaciones en las lecciones particulares que Él les daba volviendo cada noche a casa. Le vieron hacer signos, milagros y divinas provocaciones, poniendo el bálsamo de la esperanza y la gracia de una libertad que hacía nuevas todas las cosas en las gentes a las que abrazaba con su humanidad divina y redentora. Y con ser tanto y tan grande lo que ellos tuvieron la dicha de vivir junto al Maestro, los dejó tocados y hundidos en el escondrijo de todos sus miedos. El Cenáculo fue el escenario de aquella cena postrera unas semanas antes, donde Jesús les dijo lo que se le venía, y que se le acababa el tiempo para poder decirles lo que no cabe en palabras, pero que ellos no podrían entenderlas ni cargar con ellas. Ante esta desazón que el Señor vería en los ojos impávidos de aquellos oyentes, les anunciaría el envío del Espíritu Santo que vendría a recordar lo que ellos olvidarían y a llevar a la plenitud de la verdad lo que no entendieron nunca.

Así los encontró María, la Madre de Jesús y madre de todos en la persona de Juan. Ella ejerció su nueva maternidad hacia los discípulos yendo al cenáculo de sus encierros. Y les propuso rezar poniendo al vuelo su espera. Así llegó el Espíritu prometido en aquel primer Pentecostés de la historia. Tras el viento recio y unas llamas fogosas, las puertas se abrieron de par en par, las ventanas soltaron sus cerrojos, y de pronto la vida y la historia llamaron a esa casa de temores que se llenó de confianza serena y audaz alegría naciendo la primera misión de la comunidad cristiana predicando en las plazas la pascua.

Esto es lo que hoy la Iglesia celebra, y siguiendo una tradición diocesana, celebramos en nuestra Catedral de Oviedo las sagradas órdenes del presbiterado y del diaconado. Tres sacerdotes y cinco diáconos son para nosotros ese regalo del Espíritu que llena de aire fresco con el viento hermano y de luz iluminadora y cálida el hoy de nuestra comunidad diocesana a través de estos nuevos sacerdotes y diáconos.

Quienes como alumnos me lo habéis oído en clase de teología en el Seminario, tantas veces aludía a la pregunta que se hace solemne en la presentación que los rectores harán de vosotros. No es retórica la pregunta, ni responde simplemente al guión establecido por un ritual consabido. Es la pregunta que incide precisamente en la desproporción de una llamada que habéis recibido, y no en una cuestión sin sentido que hay que preguntar antes de mostrar el trofeo de vuestra conquista. Es un don, una llamada que se os hace, no el arrebato de una pretensión que termina por apropiarse lo que siempre será un regalo. La pregunta es esa: ¿sabes si son dignos? Puedo compartir con vosotros lo que esta mañana en mi oración personal a mí me suscitó esta pregunta. No tanto el dar vueltas en torno a vuestros rostros y nombres, sino el mirar mis manos para ponerme yo también el mismo interrogante: ¿son dignas mis manos que esta tarde impondré en la cabeza de estos hermanos? En vuestro caso y en el mío, no hay dignidad personal que podamos exhibir para que Dios conmovido y convencido no tenga más remedio que elegirnos a vosotros y a mí por una dignidad mundana con la que pudiésemos comprar este regalo.

Esta es la desproporción que no nos humilla, sino que nos salva. La dignidad la tiene quien nos llama, que al llamarnos nos la regala para que podamos responder con gratitud en el corazón, disponibilidad en nuestra libertad y paz en el alma.

Queridos diáconos Miguel Ángel Bueno, Diego Cruz, Pablo Valverde, Hermes Osorio, Miguel Ángel Fernández. Queridos presbíteros Ángel Mª Vilaboa, Emmanuel González y Allan Eduardo Cerdas. Vuestras vidas han hecho un recorrido humano y cristiano hasta llegar esta tarde a vuestra ordenación. No se improvisa este momento ni por vosotros que habéis discernido la llamada, ni por la Iglesia que reconoce en vosotros la voz de Quien os llama. Cuando biográficamente vamos tejiendo el telar de vuestros años, es fácil encontrar los momentos que más os han marcado según se os vio crecer: lugares de vuestra vida, personas que se pusieron a vuestro lado y todas las vicisitudes que bulleron en el corazón entre las dudas, las certezas, los tiempos de las pruebas y los tiempos encantados. Pero si ni vosotros ni la Iglesia hemos improvisado este momento, menos lo ha hecho el mismo Dios.

No estáis en la vida de modo fortuito cuya fatiga ha consistido encontrar vuestro sitio para hacer algo. Estáis en la vida porque desde siempre se pensó en vosotros para esta misión. Hay una palabra que eternamente fue silenciada por Dios para que vuestros labios pudieran pronunciarla. Hay una gracia que eternamente el Señor retuvo para que vuestras manos nos la repartieran. Habéis nacido para esta palabra, la vuestra. Y para esta gracia, la que se os confió. Sed fieles a la misión que os hace ministros de una palabra de vida inmensa y de una gracia que no es vuestra sino de Dios.

La Iglesia os encarga a vuestro ministerio como sacerdotes o diáconos, esa triple encomienda que hemos visto en la teología en clase, en la meditación de vuestra plegaria y en los ensueños de vuestra ilusión: portavoces de la palabra que enseña, portadores de la gracia que santifica, presidentes de la comunidad como pastores. De esa palabra habréis de ser los primeros oyentes, de esa gracia los últimos mendigos, de esa comunidad los pastores que dan la vida. Esta es la vida ministerial, verdadero tesoro inmerecido que llevamos en nuestras vasijas de barro.

He dedicado la carta semanal a imaginarme el trance de hacer vuestra maleta para salir a vuestro primer destino (dicho sea esto de la maleta pensando en los sacerdotes y en los diáconos célibes, no así del diácono permanente: tranquilo Miguel Ángel y especialmente tranquila tu esposa). Como hemos podido hablar en estos días, estaréis dando vueltas a cuál será esa primicia en donde seréis enviados, pero sabiendo que la historia que esta tarde comienza va a ser un cofre de sorpresas. La vida no dejará que creáis que todo lo habéis previsto en vuestros años de seminario, o que nada os podrá desafiar como si fuerais al encuentro real de la vida real con todo contado, pesado y medido. Vendrán esas novedades que pondrán a prueba vuestra fe, vuestra esperanza, y vuestra capacidad de amar. Dios os sorprenderá ante situaciones jamás estudiadas en los libros, jamás explicadas por vuestros profesores, ni siquiera imaginadas en vuestros mejores ensueños o en las peores pesadillas mientras se os preparaba para este ministerio. Pero esa sorpresa nunca será humillante: sencillamente servirá para no dormirse, para volver a la brega, para llenarse de una gracia que, mendicantes, deberéis pedir cada día en la oración, dejándoos provocar con misericordia por la gente que más sufre, a la que se os envía, y a la que menos esperanza le queda.

El mundo está ajeno a lo que esta tarde recibiréis. El peligro nuclear con el que las grandes potencias mercadean, la violencia que no cesa entre tantos pueblos enfrentados, las mil corrupciones de quienes trafican con droga o quienes roban con guante blanco, el esperpento de los populismos que vienen a reescribir la historia cayendo incluso con creces en aquello que les sirvió para jalear a sus bases y obtener los votos, la política absurda y barriobajera que no mira el bien del pueblo sino la agenda de sus intereses, sus banderías y sus excursiones a la quimera de sus fantasías, la frivolidad de quienes rompen sus compromisos en el matrimonio o en el sacerdocio como si nada pasara en esta sociedad líquida e indolora que ha perdido su conciencia, el uso y el abuso de la mujer y de los niños haciendo de los inocentes una moneda de cambio para placeres ocultos, la beligerancia agresiva y resentida hacia los cristianos y hacia la Iglesia, la mediocridad de tantos que llamados a ser santos se quedan o nos quedamos a medias.

No penséis que el mundo os va a perdonar el paso que dais y la gracia que recibís para poneros una alfombra roja en la que paseéis vuestras devociones incensadas, vuestras seguridades blindadas o el reconocimiento social y cultural que ya no se lleva porque se lo llevaron. Sentiréis el escalofrío de todo esto, y de todo cuanto por dentro también os acontecerá con el paso de los años y los trienios de ministerio. Este era el escenario de aquellos discípulos asustados en la mañana de Pentecostés dentro del Cenáculo. Pero dicho todo esto como palabra penúltima, queda por escuchar la palabra final como mensaje postrero que Dios siempre se reserva cuando nos infunde su Espíritu para hacernos nuevos por dentro y por fuera, con una fortaleza que no nace de nuestra prepotencia, con una templanza que no es apatía, con una sabiduría que no nos hace listorros, con una paz y una alegría que nadie nos podrá arrebatar, con una misión que está urgida por la gracia de quien nos llama, nos consagra y nos envía.

Es hermoso vuestro equipaje ligero que os hace ágiles, seguros y fecundos en la tarea que se os confía en vuestra consagración ministerial como presbíteros y como diáconos. Es bello cuando no hay intereses mundanos en vuestro horizonte, cuando no son envidias lo que os mueve para trepar, ni las alimentáis en las comparaciones con agravios, cuando sois libres para amar y servir sin invocar condiciones de que nadie os toque y que os dejen en paz. Es así en quienes con verdad y sin trampas están dispuestos a ser verdaderos ministros del Señor que se dejan enviar por la Iglesia sin pasar factura de sus intereses, de sus prebendas, de sus años de servicio, de su posición, de su palmito público y de su prestigio social. Conozco a curas así, que se dejan la piel y entregan su vida. Son un regalo, un fraterno acicate que pone en vela y en vilo lo mejor que nos queda en el corazón a cada cual. Dios sea bendito por estos curas no enfadados siempre aunque tengas sus disgustos, no frustrados jamás aunque sepan de fracasos pastorales, que dan gracias humildemente por las cosas que con ellos hace y dice Dios, que saben pedir perdón y aprender de sus errores, que son capaces de sonreír a cielo abierto y no se esconden cuando tienen motivos para llorar. Dios sea bendito por estos curas de una pieza que están disponibles de veras, que no juegan con lo que no es de jugar, que no tienen demagogias baratas, ni citan palabras del Papa de turno para atacar a los demás mientras ellos ni las viven ni las sienten. Curas fieles sin ser serviles, sanamente críticos que jamás murmurarán, responsables de sus penúltimas palabras y acogedores sin fisura de cuanto Dios en su Iglesia pronuncia como palabra final.

Es el secreto de su alegría no fingida ni prestada, la clave de su fecundidad pastoral, la razón del bien que reparten a manos llenas, y el referente moral que sus vidas representan ante todos con una grande humanidad. Son los curas auténticamente jóvenes, tengan la edad que tengan. A esta comunidad diocesana, fraternidad apostólica verdadera, os unís en esta tarde. Es un regalo inmenso el que recibimos en vuestras personas y en el sí de vuestra fidelidad. Siempre me conmueve escuchar la consagración de los esposos: prometo amarte y serte fiel en la salud, en la enfermedad, en las alegrías, en las penas, todos los días de mi vida. ¿Dónde están contadas anticipadamente esas cuatro circunstancias? En ningún sitio. Lo único que se sabe es que se quiere a esa persona reconociendo en ella la ayuda adecuada que Dios pone en sus vidas. Ese amor es el que debe ser fiel mirando al amor de Dios con fuente y sostenimiento de la fidelidad. No de modo distinto, sino infinitamente mayor, cabe decir de vuestra consagración en esta tarde. Más que vuestra salud o enfermedad, más que vuestras penas o alegrías, está la palabra que esta tarde os hará ministros ordenados para siempre. Para siempre.

Queridos Diego, Allan y Emmanuel, sois un don para la Diócesis desde vuestra vocación misionera y trabajaréis en ella, porque a todos los efectos sois diocesanos. Llegado el momento, cuando Dios lo diga y yo me entere, seréis enviados a la misión ad gentes en cualquier parte del mundo donde la Providencia os reclame. Queridos Pablo y Hermes, en vuestra comunidad de Lumen Dei también seguís haciendo un camino hermoso. La Iglesia me ha querido confiar vuestro acompañamiento como Asociación de Fieles, pero tenéis en nuestra Diócesis vuestra sede y vuestra casa. Queridos Miguel Ángel y Ángel, la geografía de Asturias cuenta con vuestra entrega ministerial para acompañar a este pueblo de Dios que os engendró para la fe. Ámbito que te espera también a ti, querido Miguel Ángel, diácono permanente, dentro de las condiciones y obligaciones familiares que te lo permitan. Una gratitud especial a tu esposa y a tus cuatro hijos por apoyarte y acompañarte en tu itinerario diaconal.

Gracias a todos los que han intervenido en vuestra vida como acompañamiento humano y vocacional: vuestras familias, maestros, catequistas, profesores, sacerdotes, amigos. Queridos ordenandos, salid a la plaza del Pentecostés de vuestro tiempo y contad las maravillas de Dios. Que el Buen Pastor, a cuyo perfume debéis oler, os sostenga en la fidelidad, y que nuestra Madre la Santina os proteja ahora y siempre. Dios os bendiga.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Solemnidad de Pentecostés
S.I.C.B.M. El Salvador (Oviedo)
20 mayo de 2018

 

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