Homilía en la misa de apertura de curso académico de los centros teológicos

Publicado el 25/09/2018
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Querido Sr. Director de los Centros de Estudios, Sres. Rectores y equipo de formadores de nuestros seminarios Metropolitano y Redemptoris Mater, claustro de profesores, sacerdotes concelebrantes, diáconos, vida consagrada y hermanos laicos, seminaristas del Instituto Superior de Teología, alumnos y alumnas del Instituto Superior de Ciencias Religiosas San Melchor de Quirós y del Instituto de Teología y Pastoral San Juan Pablo II, el Señor llene de paz nuestro corazón y permita a nuestros pies caminar por los senderos del bien. Puede parecer un rito habitual, semejante al que todo inicio en otras instituciones políticas, judiciales, artísticas, deportivas, mediáticas. Tras el paréntesis estival que casi todo lo detiene o ralentiza, toca ahora volver a encender motores para continuar el camino que simplemente se interrumpió por la holganza veraniega.

Y, sin embargo, tener un acto de comienzo en nuestros centros académicos diocesanos, tiene un significado bien diverso. Lo primero que marca la diferencia es precisamente la parte celebrativa con la misa votiva del Espíritu Santo. No es un guiño piadoso para un acto eclesial, sino la conciencia viva de que necesitamos la luz y la gracia que sólo ellas nos hacen sabios de verdad. No doctos, ni eruditos sin más, sino sabios que es el don que pedimos para que el Señor nos bendiga en este comienzo de curso académico en nuestros tres centros diocesanos: Instituto de Estudios Teológicos, Instituto de Ciencias Religiosas San Melchor de Quirós e Instituto de Teología y Pastoral San Juan Pablo II.

Nuestra Archidiócesis tiene un empeño evangelizador y pastoral que proviene de aquel mandato del Maestro Jesús cuando despidiéndose de los apóstoles les quiso confiar la continuación de la obra redentora que el Padre puso en sus manos humanadas como Verbo. La Redención fue dada por Jesús, pero los discípulos de cada generación hemos sido llamados a anunciarla como una Buena Noticia capaz de encender la fe, la caridad y la esperanza en nuestros hermanos.

De este modo tenemos los distintos cauces diocesanos a través de los cuales salimos al encuentro de las preguntas, las necesidades, las urgencias, las heridas de la humanidad que se nos ha confiado. Pero también se nos pide una palabra que ilumina, una herramienta que facilita, un gesto que acompaña, para nuestras comunidades cristianas y todos los hombres y mujeres que comprometidos pastoralmente siguen construyendo la Iglesia de Jesús en el hoy de nuestro tiempo y en el aquí de nuestros lares.

Son nuestras iniciativas diversas que vamos poniendo en marcha en el terreno de la caridad con toda su precisa ternura, del anuncio con su audacia actualizada, de la evangelización con todos sus diversos modos y maneras, y así han ido naciendo y organizándose los diversos organismos que representan las distintas delegaciones episcopales que tienen que ver con los sacramentos y la liturgia, la catequesis y la enseñanza, la acción social y caritativa, la piedad popular y las peregrinaciones, el patrimonio y todo nuestro arte.

Pero esta fe que se hace tradición y magisterio, que se hace caridad con todos sus gestos, que se hace esperanza cierta para el alma, necesita también ser reflexionada y dar razones de cuanto cree, de cuanto ama y espera. Y esta es la labor de la teología junto a la filosofía que la acompaña. De esto se trata en nuestros tres centros académicos que tienen sus diversos cometidos y distintos destinatarios.

Decía recientemente el Papa Francisco a la Pontificia Academia de Teología que «hay un elemento constante que caracteriza a la Academia: estar al servicio de la Iglesia con el intento de promover, estimular y apoyar en sus varias formas la inteligencia de la fe en el Dios revelado en Cristo: fiel al magisterio de la Iglesia y abierta a las instancias y a los desafíos de la cultura, se pone como lugar de confrontación y diálogo para la comunicación del Evangelio en contextos siempre nuevos, dejándose estimular por las urgencias que llegan desde la humanidad que sufre para ofrecer la contribución de un pensamiento creyente, encarnado y solidario» (Discurso del 26 enero 2018). Es todo un programa para nuestro modo de ofrecer la teología: que sea capaz de suscitar un pensamiento con fe, que se encarne en la historia de nuestros días y que despierte solidariamente nuestro afecto y mirada hacia los que el Señor nos envía.

No queremos hacer de nuestros tres centros académicos diocesanos un laboratorio extraño donde se elucubran ideas que no nacen de la verdad ni aportan luz para nadie, un laboratorio donde se expliquen pareceres tan prestados que acaben sirviendo a una simple ideología del signo que sea, un laboratorio en donde se forje un entretenimiento falsamente piadoso y engañosamente fiel que se confunda la tradición con el tradicionalismo y la fidelidad con la rigidez y el inmovilismo. Un auténtico centro de estudios teológicos eclesial debe acoger saludablemente lo que el beato Pablo VI (que muy brevemente será canonizado) decía al término del Concilio Vaticano II a los hombres del pensamiento y la ciencia: «Continuad buscando sin cansaros, sin desesperar jamás de la verdad. Recordad la palabra de uno de vuestros grandes amigos, san Agustín: “Busquemos con afán de encontrarnos y nos encontraremos con el deseo de buscar aún más”. Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás. Felices los que, no habiéndola encontrado, caminan hacia ella con un corazón sincero: que busquen la luz de mañana con la luz de hoy, hasta la plenitud de la luz… Para ello, sin turbar vuestros pasos, sin ofuscar vuestras miradas, queremos ofreceros la luz de nuestra lámpara misteriosa: la fe. El que nos la confió es el Maestro soberano del pensamiento, del cual nosotros somos los humildes discípulos… Tened confianza en la fe, esa gran amiga de la inteligencia. Alumbraos en su luz para descubrir la verdad, toda la verdad» (Pablo VI, Discurso a los hombres del pensamiento y de la ciencia. 8 diciembre 1965).

Por todo ello, ¡ven Espíritu Santo! Ilumina nuestras inteligencias y enciende nuestros corazones para que a través de los trabajos del estudio y la docencia podamos ahondar en la Palabra revelada que en el Verbo de Dios se nos ha pronunciado por el Padre. Es la Palabra que la Iglesia ha recibido, la que custodia con sus pastores y proclama con sus doctores, por la que han dado la vida los mártires y nos han testimoniados tantos santos hombres y mujeres. Es una palabra cuyo relato se hace teología capaz de salir al encuentro de las preguntas de nuestros contemporáneos, y la de vendar sus heridas maltrechas, mientras con ella canta la belleza y reparte la bondad de una gracia a manos llenas.

Hubo una mañana, aquella de Pentecostés, en la que unos pocos hombres rudos dedicados a faenas pescadoras, a contadurías de impuestos y aranceles, a otras labores tan cotidianas e insignificantes, de pronto tuvieron sabiduría para narrar una Verdad más grande que ellos que suscitó en sus oyentes la admiración y gratitud más rendidas. Es lo que en esta mañana pedimos al cielo con María, nuestra Santina: que nuestros centros sean cenáculos donde se alumbre esa palabra que Dios quiere contar con nosotros para aquellos a los que somos enviados.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Seminario Metropolitano
Oviedo, 24 septiembre de 2018

 

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