Homilía en la festividad de San Juan de Ávila

Publicado el 10/05/2018
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Son muchos los que en este año jubilar mariano están subiendo a Covadonga, y a diario la prensa nos va dando cuenta de grupos y personas que se allegan a este entrañable santuario de la Virgen, que para nosotros representa el corazón espiritual de nuestra comunidad diocesana durante tantos siglos.

Todo el programa que confeccionamos para este evento de gracia, se va desarrollando con fruto y con fidelidad: los arciprestazgos están realizando sus visitas para acudir a la buena Madre en su casa habitada y encendida. Todos venimos desde nuestros caminos, tantas veces pródigos, en donde nuestra pequeñez y debilidad de pobres pecadores hace que surquemos tantos extravíos. Pero volver a la casa de la Madre, es volver al suelo nutricio en donde somos acogidos, donde éramos esperados, en donde somos conocidos y nos pueden restañar las heridas del camino. Así lo viven los arciprestazgos cuando peregrinando aquí, viven de modo sereno y hermoso la reconciliación sacramental con el Señor.

Pero también los distintos sectores pastorales de nuestra Diócesis están cumpliendo su peregrinación, cada uno con su encomienda y cometido: catequistas, niños y escolares, jóvenes y universitarios, seminaristas, enfermos, presos, familias. Quedan todavía la vida consagrada y Cáritas, entre otras. Hoy nos corresponde a nosotros, los sacerdotes, peregrinar a la Santina. Hemos hecho coincidir este momento con la fecha que cada año nos reúne para juntos poder celebrar la festividad de nuestro Patrono, San Juan de Ávila.

La Iglesia nos propone rostros a los que asomarnos, para poder espejar nuestra vida en alguien que vale la pena, como son siempre los rostros de los santos. No son superhéroes, ni tampoco gente que nunca ha dudado, o jamás se haya cansado hasta el desánimo más extenuado. Por ser, los santos, también son quienes han tenido momentos de tentación y hasta de pecado. Pero la palabra última, la que jamás descartaron y a la que nunca renunciaron fue la que Dios pronunciaba con entraña de misericordia sobre sus vidas. La oscuridad, la confusión, el desánimo, el frecuentar senderos por los que Dios no viene a encontrarnos a la hora de la brisa, pueden darse en nuestro itinerario humano y en nuestra biografía sacerdotal. Pero siempre habrá una luz, una certeza clara, un ánimo dispuesto y un querer desandar los caminos que nos precipitaban en callejones sin salida hasta suicidarnos espiritualmente. Y esta es la gracia que Dios siempre está dispuesto a brindarnos como algo que representa lo que más desea y lo que más nos corresponde.

Es la que gracia que durante siglos el pueblo cristiano ha vivido subiendo a este hogar entrañable donde la Madre nos mira para ponernos ante los ojos de Dios que en Ella se clavan, como bellamente representa la imagen que veneramos en la Santa Cueva: la Santina nos mira como Ella es mirada por Jesús, mientras nosotros clavamos en Ella nuestra mirada turbia y cansada para que el colirio de la gracia nos permita contemplar las cosas como las contempla Dios. ¡Cuánto sufrimiento y esterilidad por asomarnos a lo que no debemos o por empeñarnos en ver lo que sólo existe en la quimera de nuestras pretensiones o de nuestros fantasmas! La vida tiene una belleza, y una fuerza en su forma y color que es preciso saber contemplarla con la mirada prestada de los ojos del mismo Dios.

Si como San Juan de Ávila dijo, el sacerdote debe saber a lo que sabe Dios, estamos ante un primer retazo de cuanto él a nosotros nos propone. Los “sabores de Dios” es la ciencia espiritual que debe embargar nuestra persona. Nuestra humanidad ha de estar toda ella zambullida en estos sabores que han gustado los santos que en el mundo han sido y de los que nos dan rendida cuenta en su caridad y en su entrega, haya sido cual haya sido su camino.

En sus pláticas él califica a los sacerdotes como “ojos de la Iglesia” (Plática 2ª, 449), “enseñadores” (Ser 55, 784) y “guardas de la viña” (Ser 8, 600s), y esto equivale a una llamada apremiante a la santidad. No una santidad desencarnada y mojigata, pero sí sabiendo llenar del buen olor de Cristo y de los sabores de Dios todo cuanto dicen nuestros labios y proclaman como buena nueva, lo que acarician nuestras manos y reparten como gracia y lo que palpita en nuestro corazón. De ahí la necesidad de una formación continua que actualice nuestra fidelidad para evitar que seamos críos, como el Maestro Ávila señalaba en uno de los memoriales al concilio de Trento: “Porque no tengamos la liviandad de mozos que ahora tenemos por presbíteros, sin serlo en edad, ni seso, ni santidad. Y contra esto no se dispense” (Memorial I, n.36, 1005ss).

Es la reforma, o mejor dicho, la renovación, lo que en una fiesta como hoy podemos pedir como gracia a la Santina. Hay una preciosa página de San Juan de Ávila en la que durante el memorial primero al Concilio de Trento sobre la renovación del estado eclesiástico apunta con fina ironía y belleza teologal el siguiente juicio: “El camino usado por muchos para la reformación de comunes costumbres suele ser hacer buenas leyes y mandar que se guarden so graves penas. Lo cual hecho, tienen por bien proveído el negocio. Mas, como no haya fundamento de virtud en los súbditos para cumplir esas buenas leyes, y por esto les son otorgadas, han por esto de buscar malicias para contaminarlas, y disimuladamente huir de ellas o advertidamente quebrantarlas. Y como el castigar sea cosa molesta al que castiga y al castigado, tiene el negocio mal fin, y suele parar en lo que ahora está: que es mucha maldad con muchas y muy buenas leyes” (San Juan de Ávila, «Memorial primero al Concilio de Trento. Reformación del estado eclesiástico», en Id., Escritos sacerdotales. Edición preparada por J. Esquerda Bifet [Bac. Madrid 2012] 9).

Acudimos a Covadonga para renovar jubilosamente nuestro ministerio sacerdotal. Hemos de pedir la gracia que piden tantos peregrinos que suben en este año mariano a este lugar. Y para ello hemos de confesarnos, rezar por el Santo Padre el Papa Francisco, y acercarnos a la Santa Cueva para rezar a la Santina. Por ser con Ella que peregrinamos en esta jornada los sacerdotes, concluyo con unas palabras preciosas sobre María de San Juan de Ávila: “Esta ventaja lleva el sacerdote a la Virgen sagrada, que ella una vez sola le dio ser humana; y él, cada día y cuantas veces quisiere, haciendo lo que debe para bien consagrar. Ella engendró a Cristo pasible, mortal, y que venía a vivir en pobreza, humildad y desprecio; y ellos consagran a Cristo glorioso, resplandeciente, inmortal, impasible, que, acabado el tiempo de su penoso peregrinaje y el oficio de servir a los hombres, subió al cielo y está reinando sobre toda criatura, y adorado y reverenciado de todos; y estando en trono de tanta Majestad, se viene a encerrar en la pequeñez de la hostia y a las manos del sacerdote por medio de las palabras de la consagración” (San Juan de Ávila, “Exposiciones sobre el sacerdocio”, en en Id., Escritos sacerdotales. Edición preparada por J. Esquerda Bifet [Bac. Madrid 2012] 140).

No seamos hambrientos de este divino Pan eucarístico que nuestras pobres manos reparten, y sepámonos mendigos de la misma gracia que buscan y reciben los hermanos que nos han sido confiados a nuestro ministerio.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
10 mayo de 2018

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