Homilía en el Congreso de Escuelas Católicas

Publicado el 18/11/2017
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Homilía en el Congreso de Escuelas Católicas

Oviedo. Palacio de Congresos Calatrava. 18 noviembre 2017

 

Queridos amigos y hermanos: deseo de corazón que la Paz llene vuestra entraña y el Bien sea el camino de todos vuestros pasos.
Emocionado me uno por unos instantes a vuestro Congreso de Escuelas Católicas, para con todos vosotros celebrar la Eucaristía. Aquella noche de la cena postrera, también Jesús tiró del sentimiento que ha presidido vuestro encuentro para venir a recordar en síntesis final la entrega incomprendida de aquellos años mirando y abrazando la humanidad. La tensa emoción con la que Juan relata ese largo testamento en una cena que fue la última y que no tuvo postre, nos permite acariciar el pálpito humano de quien no hizo alarde de su condición divina.
Cuántas emociones vivió Jesús en el puñado de años que compartió con los hombres y mujeres con los que se cruzó en su vida. Emocionado vio jugar a unos niños y sacó lección de su inocente espontaneidad. Emocionado verá echar los dos reales de todo lo que tenía a aquella anciana que fue al Templo a orar. Pero no sólo los niños y los ancianos, también los tragos duros de la vida que te rompen en llanto, como aquella viuda y madre que con lágrimas iba a enterrar a su único hijo, o el sollozo de una pobre mujer que iban a lapidar hipócritamente a pleno día quienes de ella abusaron en la noche de su clandestinidad. Jesús se emocionó mirando a Nicodemo con sus inquietudes nocturnas, a la Samaritana con sus sed y sus trampas, a Mateo en su mostrador de recaudaciones, a Zaqueo encaramado en el árbol de sus corrupciones, a Bartimeo con toda su ceguera. Tantos rostros de pobreza con todas sus hambres, de soledad con sus desprecios, de búsqueda sincera y confusa en la muchedumbre anónima. Con todos se encontró Jesús, emocionado.
No hubo sol que amaneciera que no le sorprendiese rezando a su Padre. No hubo atardecer que no tuviera a la luna como cómplice discreta de su plegaria vespertina. Así le ocurrió cuando se extasió con lirios del campo, con pájaros del cielo, viendo en ellos la belleza que no es prestada ni postiza, sino la que auténticamente engalana sin caducidad el alma. Cuántas emociones tuvo Jesús, cuántas nos enseñó el Maestro, teniendo como texto el libro de la vida. La ternura en todas sus formas, la bondad en todos sus pliegues, la verdad que nos hace libres, la paz que levanta puentes, la misericordia que nos regala el inmerecido perdón, la gratitud que nos ensancha la mirada, la fe que nos hace hijos, el amor fraterno que nos hermana, la esperanza que nos asoma a un siempre mejor mañana.
Vemos que nuestro mundo vive demasiado apagado por emociones falsas que no se corresponden con la verdad de lo que el corazón nos exige el cumplimiento que no tiene nuestra medida interesada, ni responde a nuestra pretensión mezquina, ni nos permite volar con nuestra mirada alicorta. Necesitamos la emoción que nos conmueva, la que es capaz de despertarnos a lo bello, a lo bondadoso y a lo verdadero, precisamente en un mundo que cultiva con esmero, tramposa financiación y tecnología punta lo que es zafio y grosero, lo que pervierte e insidia y lo que canjea al precio de cualquier mentira.
La Escuela Católica tiene este reto y se reconoce en este desafío: saber emocionar como quien pone en movimiento y posibilita un encuentro con Dios que cambia la vida. Esto supuso el paso de Jesús, de un Jesús emocionado, en los entresijos cotidianos de cuanto a diario veía, tocaba, acompañaba, hasta el punto de brindar con los gozos de la mejor alegría o sollozar con las lágrimas de todos los llantos. Porque nada le resultó ajeno, ni fuera de lugar, sino que la vida misma se tornó en un divino pretexto para contar la más hermosa historia de parte de Dios, esa que supo a lo que sabe una Buena Noticia.
La primera lectura nos lo ha recordado con uno de los textos más hermosos de la literatura sapiencial hebrea. Es un texto que la Iglesia proclama también al final del adviento y entrada ya la navidad. El libro de la Sabiduría, cantará con una gran fuerza y belleza que «cuando un silencio todo lo envolvía, y la noche había llegado a la mitad de su carrera, tu Palabra omnipotente se abalanzó sobre una tierra condenada al exterminio» (Sab 18, 15). Sí, un silencio que de pronto rompe la impostura de nuestro mutismo y se hace infinitamente elocuente por la Palabra que lo habita. Al igual que una noche también de pronto pierde el maleficio de su negrura que hacía que la tierra padeciera la condena de un exterminio, para acoger esa Palabra que se abalanza hospitalaria para salvarnos dándonos la luz del día. Es una hermosa descripción de la crónica de la historia humana. Pese a todos los nobles esfuerzos y a los agotadores intentos de hacer un mundo nuevo, constatamos nuestra incapacidad de diseñar una tierra que sea por todos habitable, una tierra en la que las sombras de guerras, mentiras, corrupciones, tristezas, injusticias, muertes… no eclipsen el fulgor por el que sueñan nuestros ojos. Y, sin embargo, acontece como una gracia imprevista e inmerecida esa Palabra que hace nuevas todas las cosas cuando en medio de una generación como la nuestra, dejamos hueco para que se proclame desde nuestros labios la Buena Nueva y desde nuestras pequeñas manos se reparta la Gracia rediviva.
Vivimos una sociedad líquida, como ha dicho Bauman. Pocas cosas vemos que puedan tener la solidez de lo que perdura aguantando las diversas temperaturas de todas las estaciones climáticas, los diferentes humores de los cómicos de una época, los distintos amores de los dramáticos que nunca faltan, los escenarios variados que nos pintan un horizonte halagüeño o trágico. Así, en la vida cotidiana estamos continuamente retratándonos con nuestras palabras o silencios, con nuestras acciones comprometidas y valientes o nuestras omisiones cobardes y fugitivas. Todas las estaciones de cada año, en un ininterrumpido devenir que nos deja como beneficiarios o rehenes del frío de cada invierno mohíno, de la explosión de cada vivaracha primavera, del sosiego de cada plácido estío y de la magia otoñal tan mansa y serena.
En este ambiente agitado e inconsistente, se nos diluyen por exceso o por defecto esos valores que antaño permanecían inmutables en la transmisión que hacían los mayores a los que por atrás venían empujando. No era algo cíclicamente reiterado sin más prurito que repetirse como si no hubiera nada nuevo bajo el sol, como decía el sabio bíblico. Pero había siempre novedades que venían a enriquecer lo anterior mejorando lo heredado pero sin anular ni contradecir cuanto se legaba como una tradición no traicionada. Se purificaban los excesos, se aquilataban los defectos, mientras la vida misma era acrisolada en lo que se soñaba y deseaba como algo mejor. Era la sociedad fundadamente sólida, que no se reducía a un etéreo gaseoso evanescente ni a un inasible líquido fugaz.
Pero algo ha fallado en la transmisión, algo no tenía la aparente solidez ni el incuestionable fundamento, cuando tan fácilmente se ha embarcado la sociedad en esa abstracción gaseosa que nos ofrecen demasiados vendedores de humo, o cuando nadie es capaz de afirmar algo que no tenga tan prontamente su fecha de caducidad. Lo vemos en cualquier proyecto que implique fidelidad madura y probada, capaz de vivirse y desvivirse en todos los escenarios en los que seguir pronunciando un sí a lo que es verdadero, lo que es bondadoso y lo que es de suyo bello. Y así podemos comprobarlo en la debilidad que sufre el amor y sus caprichos que lo hacen voluble, tramposo e incierto, y la que soporta también la esperanza que se torna en quimera incapaz de conmovernos hacia algo que valga la pena, y la que padece la fe que por ser confusa y pendenciera termina por no creer en nada al intentar inútilmente creerlo todo.
Educar con la emoción cristiana tiene que ver con la responsabilidad que todos nosotros como Iglesia tenemos delante: en la familia, en las comunidades cristianas, en la escuela. Tres engarces distintos pero inseparables para ofrecer la pasión con la que los cristianos queremos educar acompañando a la generación que se nos ha confiado en el tiempo donde se cumplen los años y el espacio por donde pasa la vida.
Educar no es domesticar, sino acompañar con respeto en el descubrimiento de la verdad, la bondad y la belleza que nos corresponden para que podamos crecer como personas y como creyentes. Hay una preciosa metáfora que el entonces profesor Joseph Ratzinger proponía para explicar este acompañamiento educativo: «Con la mirada del artista, Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía delante la imagen guía que ocultamente esperaba ser liberada y salir a la luz. El cometido del artista, según él, no es otro que eliminar lo que todavía recubría la imagen. Miguel Ángel concebía la auténtica acción artística como un sacar a la luz, poner en libertad, no como un hacer». Más adelante dirá Ratzinger que el teólogo franciscano san Buenaventura proponía esa misma comparación para indicar que Dios con nosotros es como un escultor que va eliminando las escorias de lo que es inauténtico para que aparezca poco a poco la belleza única que dentro se escondía esperando algún día ser liberada.
Queridos amigos y hermanos, tenéis una vocación preciosa y la sociedad y la Iglesia os necesitamos de manera urgente e imperiosa. No es fácil en los tiempos que corren, pero es siempre apasionante como todo lo que vale la pena. En este camino nos jugamos el futuro de nuestra humanidad, al que no sabemos ni queremos renunciar por convicción y por responsabilidad. No tenemos una extraña pretensión de poder, sino tan sólo aspiramos a poder educar desde cuanto el Maestro Jesús nos dejó como mensaje de evangelio vivo y que la Iglesia custodia, defiende y apasionadamente propone en medio de una sociedad plural.
La emoción, cuando es verdadera mueve y conmueve poniendo en nuestras manos el cincel de artista que saca lo mejor que este mundo lleva en su adentro, nos confía el pincel con el pintar la vida de fe y esperanza, nos regala la pluma para contar y comunicar historias verdaderas con nosotros como protagonistas, y en medio los ruidos que ensordecen proponer las notas de una melodía que llene nuestras vidas de paz.
Habéis venido a esta bella tierra de Asturias, tierra de María, en este año de fiesta jubilar en Covadonga con nuestra Santina que está de Centenario. No dejéis de acercaros si tenéis tiempo. En esta época del año Asturias tiene un encanto especial cuando los bosques se conjuran para desnudar su foresta abriendo caminos de magia a nuestros pies. Las hojas caen como pasan las calendas cada día, cada semana y cada mes. No tiene botón de pausa la aventura de vivir, y no hay quien detenga lo que a diario nos sucede con su encanto más resultón o con su arañazo bronco poniendo a prueba nuestra fortaleza y nuestra fe. Los fríos que ya se nos adentran, las primeras nieves que revisten de pureza nuestras cumbres, cortejan nuestra curiosidad cada mañana y despiertan la alabanza por doquier, las alfombras de hojas ocres hacen mullido y sonoro nuestro andar. Todo ello reclama una calma serena que pone paz en el alma, sosiego en la mirada, acogida hospitalaria en las entrañas, y plegaria agradecida al Buen Dios en nuestros labios.
Es realmente hermoso poder vivir las cosas sin vaivenes apresurados, sin insidias crispadoras, sin dimes y diretes que demasiadas veces nos impone el paso de los días. Es bello tener en el hondón del alma esa manera honestamente humana y cristianamente creyente, que nos permite conjugar la vida en sus tres tiempos verbales: el pasado de un ayer que recordamos con gratitud y sin melancolía, el futuro de un mañana que aguardamos con esperanza y sin infundado temor, y el presente de un hoy que nos atrevemos a mirar emocionados y con responsabilidad. En este ambiente tan especial en Asturias hacemos el amagüestu, con unas castañas asadas y una sidrina dulce, que nos ayudan a vivir lo humano y lo divino, el agradecimiento, la esperanza, y el afán. Es el emocionado deseo de saber educar en cristiano. Que Dios os guarde y siempre os bendiga.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

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