El gozo de parecernos a quien nos hizo

Publicado el 12/04/2018
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Hay una semejanza que nos une a quien nos hizo, nos educó, quien ha forjado nuestro universo afectivo, cultural, espiritual con toda su influencia moral en la vida de cada uno. Ahí están nuestras familias, nuestros educadores y amigos, pero también nuestro país con todas las referencias que se nos inculcan por el simple hecho de haber nacido aquí y ahora. Pero el primer referente, el más decisivo e imborrable, ha quedado plasmado en el hondón de la conciencia y en las exigencias del mismo corazón. Somos imagen y semejanza de nuestro Creador. Podremos negarlo, aborrecerlo, fugarnos, traicionarlo… pero siempre nos deja incompletos e irresueltos cuando nuestra vida desdibuja esa semejanza y rompe interiormente la imagen de quien nos plasmó. San Agustín lo dijo de modo más hermoso: “nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón anda inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, 1).

Esto es la santidad cristiana, que el Papa Francisco nos acaba de proponer en su exhortación “Gaudete et exultate”. Ha querido el Santo Padre recordarnos a todos los cristianos el genuino concepto de santidad. No es una pose devota, ni un postureo piadoso, menos aún una pretensión por la que controlamos y aseguramos las esencias que nos hacen intachables y hasta con derechos en el mismísimo cielo. No es tampoco prebenda de algunos escogidos que se convierten en profesionales de la perfección cristiana por ser sacerdotes o consagrados en sus claustros, conventos y ministerios. No, la santidad es una llamada que Dios hace a todos sus hijos: tantas santidades cuantas biografías cristianas.

Ya lo había dicho de modo bellísimo el Vaticano II, que en la Lumen Gentium nos invitó a todos a la santidad: consentir que mi vida se parezca a la de Dios que me hizo con sus manos, me llamó poniendo mi nombre en sus labios, me consagró con el bautismo, nos hermanó en las distintas comunidades religiosas, laicales, parroquiales y asociativas, y nos envió eclesialmente como portadores de una buena noticia a ese mundo que tiene la fecha de estos días y el ámbito de nuestro ambiente.

El Papa Francisco se ha detenido en las bienaventuranzas para indicarnos cómo en ellas hay todo un itinerario de fidelidad al Señor y a nuestro propio corazón. Y hace un subrayado especial con el texto de Mateo 25, como bienaventuranza de la misericordia: “Si buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados… El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias”.

No somos una ONG cualquiera al uso, ni tampoco los bedeles de los purismos éticos, litúrgicos y doctrinales haciendo de la Iglesia un anacrónico museo. Somos defensores de la moral verdadera, de la auténtica liturgia y de la tradición de la Iglesia que han vivido los santos pastores, los mártires y doctores, y el magisterio eclesial que nutre la teología perenne. La santidad que busca parecerse al Señor, hace suya la pasión de Dios por la vida, la del no nacido y la del que nació y se debate en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud.

Hemos de leer con inmensa gratitud esta invitación del Santo Padre, porque en ello nos jugamos nuestra identidad cristiana para nuestros días. Y estar vigilantes con la oración y el empeño, secundando la gracia que de Dios proviene y rechazando las insidias del demonio que, separándonos del Señor, nos enfrenta a los hermanos y a nosotros nos parte por dentro en el pecado y la confusión fatal. Seamos santos como santo es Dios.

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