El corazón vulnerable de Dios

Publicado el 08/06/2018
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Cada día tiene su afán. Y cada mes, a veces, tiene su mensaje. Junio nos acerca una página entrañable de la vivencia cristiana. Llevamos como sabemos y también como podemos, las fatigas y pesares que tantas veces nos afligen en la vida. Son todos los nombres que tienen los límites que nos generan sufrimiento, incertidumbre, cansancio y desesperanza. Es la humana condición y cada generación ha vivido su elenco de dolores que ponen a prueba nuestra confianza.

Jesús nos permite entrever una oración filial que dirige al Padre Dios. Tras dar gracias porque el Padre esconde a los poderosos los secretos que se les revelan a los sencillos, añade esa expresión de verdadera hermandad del Hijo Dios que quiso ser hermano de nuestra humanidad: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11, 25-30).

Una de las preguntas que nos hacemos ante una tragedia cualesquiera: catástrofe natural, lo terrible de una guerra o del terrorismo, una cotidiana enfermedad, cualquier situación personal que le pone a prueba. La pregunta es ¿dónde está Dios ahí? ¿Por qué calla? Serían preguntas que conseguirían desmontar cualquier seguridad religiosa y que pondría en crisis una serena vivencia espiritual… si, efectivamente, Dios no hubiera respondido. Estamos siempre ante un misterio cuando hablamos del dolor cualesquiera. Y ni siquiera Jesús mismo quiso estar al margen de él, cuando aparecía con todas sus formas en su ministerio público. Sea cual sea el rostro del dolor, de la carencia, del desajuste, del sinsentido, del miedo, de la soledad, ahí hallamos a Jesús que no ha querido eludir tan incómodo encuentro.

Jesús pondrá lágrimas humanas en los ojos de Dios. Es la más incomprensible imagen de un Dios Todopoderoso y Omnipotente: que también Él supo y quiso llorar. Y hay situaciones en las que necesitamos no tanto recetas milagreras sino el respetuoso abrazo del mismo Dios, que no viene a contarnos increíbles historias para distraernos en nuestro disgusto, sino la divina solidaridad de quien tanto entendió en carne propia lo que significa sufrir y lo que significa morir. Porque ni siquiera el consuelo aséptico de Dios con una especie de divina neutralidad, nos acercaría un consuelo real. Hay momentos en los que necesitamos las lágrimas del mismo Dios, un Todopoderoso que tiene entraña y se deja conmover hasta hacerse, por amor, frágil y abatible.

En la parábola del así llamado Buen Samaritano, hay un apunte autobiográfico del mismo Jesús, como misericordia cálida y acogida incondicional de un Dios vulnerable que comparte con el hombre los lances más hermosos del amor, así como los momentos más oscuros del dolor; lo que hay en las personas de más luz y coherencia, así como comprende los rincones más alejados del destino para el que fuimos hechos. En cualquier caso, no es un Dios cansino o indiferente, un Dios escandalizado y saturado de nuestra lentitud y transgresión, sino un Dios que se deja alcanzar, que se deja vulnerar, que tiene presentes nuestras torpezas, porque son las que, abrazándolas, ha venido a salvar.

Este es el Corazón abierto de nuestro Redentor que vive para siempre. Es un corazón humano que palpita en el cielo eterno de Dios, capaz de compadecerse de nosotros porque en todo fue igual a nosotros menos en el pecado (Heb 4, 14-16), para que nos acerquemos al trono de su gracia en donde su yugo es suave, su carga ligera y su misericordia nos llena de paz. En este mes de junio, miramos a este Corazón en cuya fiesta reconocemos el hogar en donde somos queridos y siempre esperados.

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